3/12/2010

La doble cara eclesial


Horizonte político
José Antonio Crespo


Mientras por un lado vemos una férrea condena de la Iglesia católica a la homosexualidad —y su consecuente oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo—, por otro lado atestiguamos la blandura con que esa misma institución trata los numerosos casos de paidofilia cometidos por miembros del clero, como ocurrió con el pederasta en serie Marcial Maciel, a quien incluso el papa Juan Pablo II encubrió —a cambio de favores económicos— presentándolo como “ejemplo para la juventud”. Frente a la homosexualidad, rigidez e intolerancia sin contemplaciones; frente a la pederastia clerical, misericordia y protección. Estas dos caras de la Iglesia parecen tener una misma raíz: la concepción de la sexualidad como algo pecaminoso, algo que hay que contener, reprimir en la medida de lo posible, y que puede generar graves desórdenes entre sus miembros. Visión que contrasta con la de otras religiones y filosofías orientales, que ven en la sexualidad no sólo algo natural, sino una poderosa fuente de energía que, aceptada y canalizada —en lugar de negada y reprimida— puede ser incluso una palanca de evolución espiritual (como ocurre con el tantra o el taoísmo sexual).

La actitud represiva hacia la sexualidad se remonta a los primeros años del cristianismo. Decía san Clemente de Alejandría que incluso la unión entre esposos “es peligrosa, excepto en cuanto se ocupe en la procreación”. Concepción que todavía impregna la idea católica del matrimonio (y que deja en una especie de limbo a quienes contraen nupcias sin intenciones de tener descendencia, por la razón que sea, bien porque no la desean, por razones económicas o porque han tenido ya hijos con otras personas). San Agustín, uno de los pilares de la Iglesia, pensaba que el pecado de Adán está en la “naturaleza del semen del que fuimos propagados”. Habiendo llevado él mismo una vida promiscua en sus mocedades —cuando procreó y abandonó un hijo ilegítimo—, se quejaba del deseo sexual, “esa excitación diabólica de los genitales”. Y san Jerónimo advertía: “Considerad como veneno a todas las cosas que guarden dentro de sí la semilla del placer sensual”.

Esa percepción oscura de la sexualidad fue exportada a nuestro país durante la Colonia, pues entre los nativos de acá no había esa visión propiamente pecaminosa. “Ellos andaban todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres”, decía Colón de los indígenas: “Usan el coito públicamente cuando tienen deseo y, fuera de los hermanos y hermanas, todos los demás les son comunes; no son celosos, no muy lujuriosos, acaso porque comen mal”. Entre los pueblos prehispánicos, la homosexualidad era vista con naturalidad. “Son grandes sodomitas — pensaba Colón— porque no saben si ello es malo o bueno”. Pero otros conquistadores no veían las “sodomías” como producto de inocencia, sino de perversidad: “Hemos sabido y sido informados de cierto, que todos son sodomitas y usan aquel abominable pecado”, reportaba Hernán Cortés. Juan Ginés de Sepúlveda sostenía que la Corona tenía derecho de someter a los naturales americanos antes de proceder a su forzada evangelización, debido a la gravedad de los pecados contra natura cometidos por los indios, como los sacrificios humanos, el canibalismo y las sodomías (para él, equiparables). Ya durante el virreinato, el padre Juan Antonio de Oviedo predicaba que se cometía pecado quien consintiera placer fuera del matrimonio, así fuera como consecuencia de actos nimios, como hablar, escuchar y, con mayor razón, “tomar la mano de otra persona”.

En contraste, la pederastia practicada por clérigos ha llegado a ser considerada una comprensible debilidad que refleja que esos guías espirituales son simplemente humanos, sujetos por tanto a las mismas pasiones y tentaciones que sus feligreses, por lo cual éstos deben brindarles su plena confianza al sentir mayor cercanía con su propia situación de pecadores. Una gran misericordia cristiana desplegada hacia los pederastas clericales, que no se concede a otros “trasgresores” de la sexualidad, como quienes sostienen relaciones extra o premaritales, disfrutan del sexo evadiendo la procreación y, desde luego, mantienen encuentros homosexuales. Y por ello no debe sorprender que los feligreses y los discípulos de algunos pederastas clericales, y sus encubridores del más alto nivel, busquen beatificarlos o santificarlos.

La pederastia practicada por clérigos ha llegado a ser considerada una comprensible debilidad que refleja que esos guías espirituales son simplemente humanos, sujetos por tanto a las mismas pasiones y tentaciones que sus feligreses.

Sismo en el Vaticano

Gabriela Rodríguez

Si la verdadera razón de ser de la cultura es defendernos contra la naturaleza o, como afirmó Sigmund Freud, satisfacer las necesidades humanas y crear las organizaciones necesarias para regular las relaciones de los hombres y la distribución de los bienes naturales, ¿por qué tantas instituciones creadas por la humanidad no han podido evitar la situación tan dramática que vivimos? De qué sirven, si domina la pobreza, la corrupción, los feminicidios, la violencia de Estado y de género, la homofobia, los abusos sexuales.

Hay algunas instituciones que no sólo han sido utilizadas para defender a la humanidad, sino para ofenderla y destruirla; su función reguladora puede revertirse, si hablamos del Ejército o del crimen organizado, de los partidos o de la Iglesia católica. Hay que regular a esa Iglesia que hoy muestra su cara más oscura, y evitar fortalecer su influencia política, como pretende Pablo Gómez.

Es necesario fortalecer la laicidad del Estado, separarlo para que no sea arrastrado por esa institución que se desploma como las edificaciones de Haití o de Chile, o más espectacularmente, que parece desmoronase por implosión interna como las Torres Gemelas de Manhattan. Aunque ahora no vemos imágenes tangibles, sino simbólicas, la autoridad moral del Vaticano se cae a pedazos de vergüenza, de hipocresía, de mentiras y crímenes.

Los clérigos católicos han violado a personas menores durante décadas: miles de niños irlandeses fueron abusados sexual y físicamente por monjas, sacerdotes y laicos; 350 sacerdotes holandeses y 94 clérigos alemanes están bajo sospecha de pederastia; en Austria hubo 23 denuncias. El tema salpicó, al más alto nivel de encubrimiento, a Benedicto XVI, cuyo hermano Georg Ratzinger dice no haberse enterado de los abusos que cometieron religiosos contra los niños cantores del coro que dirigía. No da este espacio para referir las situaciones que privan en otros países, pero vale mencionar a los personajes más notorios: el irlandés Brendan Smyth y el fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel –denunciado desde los años 50–, quien engendró dos hijos en Europa y tres en México. De estos últimos también abusó sexualmente, según escuchamos de viva voz a través del noticiario de Carmen Aristegui.

Se trata de un caso paradigmático que va más allá de los horrores de un sociópata como Maciel, porque permite identificar un patrón de conducta sexual: del universo total de clérigos católicos se ha calculado en 5 por ciento la proporción de sacerdotes abusadores, sólo 2 por ciento de las denuncias han resultado falsas (Bishop accountability.org). No conozco otra institución con un porcentaje tan alarmante. De acuerdo con un estudio riguroso, realizado en Estados Unidos, los sacerdotes católicos han violado a cerca de 100 mil niños y adolescentes desde 1950; más de 80 por ciento de las víctimas han sido del sexo masculino con un rango principal entre ocho y 17 años de edad; cuatro de cada cinco pertenecen a una familia integrada por padre y madre. Los agresores suelen ser sacerdotes amigos de la familia, y el abuso se da en la casa, la iglesia, el seminario y/o la escuela. En la mitad de los casos se ofende más de una vez y a numerosas víctimas, y el rango de las prácticas oscila entre conversaciones eróticas, tocamientos, exposición a material pornográfico, así como a besar, desvestir, obligar a masturbarlos, al sexo oral y a ser penetrados con la mano y el pene, que son las más frecuentes. Todos estos crímenes se han realizado en secreto, ya que los obispos han naturalizado esa secrecía; sin embargo, cerca de 15 mil sobrevivientes han roto el silencio y han permitido documentar el fenómeno (The Nature and Scope of the Problem of Sexual Abuse of Minors by Priests and Deacons, by Karen Terry et al, prepared by the John Jay College of Criminal Justice, Washington DC: USCCB, 2004).

En México, el abogado José Bonilla ha documentando los casos y en su portal electrónico (conlajusticia.wordpress.com) puede consultarse el modus operandi de los legionarios para encubrir a los agresores. Hay que reconocer a quien ha colocado su profesión al servicio de las víctimas de abuso sexual y la claridad ética que lo llevó a dejar la representación legal de los hijos de Maciel, cuando se enteró de que en vez de solicitar una indemnización jurídica, pidieron dinero a cambio de silencio.

En el caso que Bonilla llevó como acusador y representante legal en la Escuela Oxford se confirmó una sentencia de pederastia y la defensa de los legionarios fue encabezada por Ricardo Sodi, actual director de la Facultad de Derecho de la Universidad Anáhuac y abogado de Sandra Ávila Beltrán, La reina del Pacífico.

No hay duda de que la Iglesia católica es la institución religiosa con mayor influencia en la sociedad mexicana, por eso este tema tan bochornoso nos desnuda, y vuelvo a Freud: sólo un cristal roto devela su estructura, invisible en su estado intacto.

Con cariño a Carlos Montemayor en su nuevo viaje. ¡Nos harás tanta falta!

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