Ninguno se propone curar el alma. Por el contrario, para los curanderos la medicina es un arte. Le es más fácil al inconsciente comprender el lenguaje onírico que el lenguaje racional. Desde cierto punto de vista, las enfermedades son sueños, mensajes que revelan problemas no resueltos. Los curanderos, con una gran creatividad, desarrollan técnicas personales, ceremonias, hechizos, extrañas medicinas tales como lavativas de café con leche, infusiones de tornillos oxidados, compresas de puré de papas, píldoras de excremento animal o huevos de polilla. Algunos tienen más imaginación o talento que otros, pero todos, si se les consulta con fe, son útiles. Hablan al ser primitivo, supersticioso, que cada ciudadano lleva dentro. Para que lo extraordinario ocurra es necesario que el enfermo, admitiendo la existencia del milagro, crea firmemente que se puede curar. Para tener éxito, el brujo, en los primeros encuentros, se ve obligado a emplear trucos que convencen a aquél de que la realidad material obedece al espíritu. Una vez que la trampa sagrada embauca al consultante, éste experimenta una transformación interior que le permite captar el mundo desde la intuición más que desde la razón. Sólo entonces el verdadero milagro puede acontecer.
Recomiendo a todos los hijos de la razón que abandonen su vehículo intelectual, emerjan de sus libros y tomando el cayado del peregrino visiten a estos humildes curanderos, tal como lo ha hecho François Boucq. La cárcel lógica debe enriquecerse con los aportes de la imaginación y la intuición. Gran parte de la realidad está constituida de sueños. Los sabios curanderos mexicanos saben utilizar la fe como medicina.
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