Escrito por Jenaro Villamil
Viaja
al Vaticano, se toma fotos con Peña Nieto, regaña a las tribus de su
partido, da “madruguete” con la mayor alza a tarifas de transporte
público desde 2008, ordena a los granaderos desalojar a los vendedores
de la Merced, quiere dirigir el PRD capitalino sin afiliarse a él, se
autocelebra sus 100 días de gobierno sin Ebrard ni López Obrador,
cancela las “playas” urbanas, investiga desvíos de recursos en la Línea
12 del metro y decreta que la carrera por la sucesión del 2018 es “de
resistencia, no de velocidad”. Ese es Miguel Angel Mancera, el
procurador esquivo que se ha transformado en un jefe de Gobierno
protagónico, pero errático.
Apenas hace dos semanas, al celebrar sus 100 días de administración, el periódico Reforma hizo
un sondeo: 47.5 por ciento calificó de “buena” la gestión de Mancera;
42.4 por ciento de “mediocre” y sólo 5.3 por ciento de “excelente”.
Cifras bajas para un político que llegó con más del 60 por ciento de
los votos, con altas expectativas tras 15 años de gobiernos de
izquierda y con un discurso conciliador que ha cedido a desplantes nada
populares.
Su
explicación del alza del transporte público generó una reacción tan
adversa como su mentira “venial” sobre el viaje al Vaticano. Para
Mancera, incrementar entre 20 y 33 por ciento las tarifas de taxis,
metrobús y microbuses se justifica porque desde 2008 no se había
registrado el alza. Afirmó que busca “la menor afectación posible” y
que irá acompañada de una vigilancia estricta de la modernización de
las unidades, especialmente de las micros, auténticas amenazas viales.
Sus palabras ya no tienen el efecto
encantador de otras ocasiones. Mancera ha caído en el peor defecto de
los gobernantes capitalinos: menospreciar la capacidad de reacción de
los capitalinos y desgastar su palabra y sus acciones en eventos
frívolos mal comunicados y peor explicados.
El alza del transporte se registra
después de un pésimo manejo de comunicación sobre su visita a El
Vaticano, para invitar al Papa Francisco a visitar la capital de la
República. No se conformó con ir como turista, como creyente o quizá
como adjunto de la comitiva de Peña Nieto. Afirmó que fue invitado por
la Santa Sede. Y el mismo vocero de El Vaticano lo desmintió: no le
pagaron ni avión ni hospedaje, y menos fue tomado en cuenta para un
evento de jefes de Estado, no de alcaldes.
El enredo de Mancera con el episodio de
El Vaticano estuvo precedido de los crecientes conflictos con su
antecesor, Marcelo Ebrard. Las herencias conflictivas del marcelismo
fueron administradas con poco tacto por Mancera: lo mismo las
irregularidades en la Línea 12 del Metro, que el conflicto en la UACM,
los sucesos del 1 de diciembre, la continuación de los parquímetros en
la Colonia Roma y hasta la estatua del dictador armenio Aliyev.
El espejismo de la pantalla ha surtido
efecto. Mancera aprovecha los múltiples favores que Televisa le debe
(el caso Bar-Bar, la detención de Paula Cussi, los expedientes y
licencias de las famosas camionetas “falsas” de la empresa) y comienza
a escuchar el canto de la Sirena. ¿Será el próximo Peña Nieto para el
2018?, le susurran al oído. Quizá no lo crea, pero alienta las
percepciones de un gobernante más preocupado por la foto que por la
gestión capitalina, por la condescendencia con el gobierno federal y no
por la sana distancia con una administración con un partido, un
proyecto y un estilo supuestamente distinto a las izquierdas.
El “defecto” de Mancera es, quizá,
menospreciar las lealtades del voto de las izquierdas para ir a
conquistar a una clase media siempre caprichosa, para encontrar el
“centro” más cargado hacia la derecha y convertirse en uno más de los
acompañantes de la corte peñista y no en un punto de referencia.
Distinguirse no es pelearse. Ser congruente no es radicalizarse.
Volverse un líder no es un asunto de spots, mariachis ni confetis.
Ese es el “defecto” de Mancera.
Comienza a aflorar en una ciudad que no olvida los excesos de los
regentes de la era priista (Uruchurtu y su moralina, Hank González y el
negocio patrimonial de los ejes viales, Oscar Espinosa y la cauda de
corrupción, etc), que se ha agotado con las fórmulas tribales del
perredismo clientelar para apropiarse del servicio público, que espera
no sólo discursos sino hechos concretos, que no quiere diagnósticos
catastrofistas sobre la contaminación, la falta de agua o la
sobrepoblación sino un gobernante que ofrezca soluciones y no fugas
hacia una adelantada sucesión presidencial.
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