3/26/2013

Poderes formales vs. poderes fácticos



José Antonio Crespo

Un rasgo del régimen priísta fue la creación, desde el Estado mismo, de organizaciones poderosas que, a partir de grandes privilegios, servían de incondicional apoyo al gobierno en turno, en particular al Presidente de la República. Esos, que hoy llamamos poderes fácticos, eran esencialmente los liderazgos de las grandes corporaciones sindicales y los medios de comunicación (en particular Televisa). Esos poderes fácticos se sabían débiles frente al presidente, al que preferían no desafiar. Emilio Azcárraga Milmo, el famoso “Tigre”, definió a su empresa como un “soldado del Presidente”. Pero una condición indispensable de la democracia con sus pesos y contrapesos era la redistribución del poder presidencial entre otros poderes formales; el Congreso, la Suprema Corte y los gobernadores. En ese sentido la Presidencia se acotó. Pero los poderes fácticos quedaron intactos porque la democratización no se centró en ellos, sino en los poderes formales. Como consecuencia de ello, esos poderes fácticos quedaron —aparentemente— con mayor fuerza que los poderes formales. Al menos esa era la impresión que quedó tras la democratización inicial. Lo que además cobraron esos poderes fácticos fue autonomía; ahora podían pactar con quien quisieran, con capacidad de presionar y hasta chantajear a los poderes formales para defender y promover sus intereses particulares. Ahora sabemos que pudieron hacerlo en buena parte porque los últimos presidentes, en particular los del PAN, dieron por válida esa premisa. De ahí el encumbramiento de Elba Esther Gordillo en los gobiernos panistas; de ahí la impunidad de Carlos Romero Deschamps en el Pemexgate; de ahí las loas de Vicente Fox al desaparecido Fidel Velázquez y al aún entonces vigente Leonardo Rodríguez Alcaine.

Pero también las televisoras adoptaron esa posición de poder supremo y los presidentes panistas la compraron. Ahí está el “decretazo” de Fox cuando dio nuevos privilegios a las televisoras. Y en la disputa por el espectro radioeléctrico, Fox simplemente se salió por la tangente, mostrando su desconocimiento sobre lo que era un jefe de Estado (“¿Y yo por qué?”). Ahí está la “Ley Televisa” aprobada sin chistar en la Cámara baja del Congreso y ratificada por mayoría en el Senado. A Felipe Calderón, durante su campaña presidencial, le recomendaron algunos analistas declarar que la “Ley Televisa” se discutiera después de la elección para no contaminar el proceso. Respondió a sus interlocutores que le estaban pidiendo un suicidio. Y ni Fox ni después Calderón vetaron dicha ley (tuvo que intervenir la Suprema Corte). Recordemos a los candidatos y al presidente Fox, entrevistándose con Emilio Azcárraga Jean en su casa de Valle de Bravo, en lugar de que fuera él a las oficinas de los candidatos y a Los Pinos. Es en tales condiciones que los roles tradicionales se invirtieron; podía decirse que era ahora el Presidente (y los poderes formales) los soldados de las televisoras.

Paradójicamente, es Enrique Peña Nieto, favorecido en buena medida por las televisoras (en particular Televisa) en su búsqueda de la Presidencia, quien toma la decisión de poner coto al privilegio y poder de los grandes concesionarios. Se apostaba a que haría lo contrario: acrecentar el poder y beneficios de las televisoras aun más allá de lo que lo hicieron los panistas. Desde luego, la reforma también es parte del Pacto por México, y por tanto Peña hace bien en compartir el mérito con la oposición. Pero sin la voluntad presidencial, dicha reforma —que también toca a otro poder fáctico, Carlos Slim— no tendría ninguna posibilidad. Es cierto que a las televisoras como a Slim se les abren nuevas oportunidades; un intercambio de espacios (como el que proponía Andrés Manuel López Obrador, que ahora descalifica la reforma, en tanto los calderonistas la minimizan al no haberla ellos siquiera intentado). Tanto en este caso como en el golpe contra el liderazgo magisterial, se demuestra que la Presidencia de la República, pese a estar acotada institucionalmente frente a otros poderes formales, tiene la fuerza para poner un alto a los poderes fácticos. Depende de que se quiera y sepa usar. Desde luego, lo importante no sería que devolviera a esos poderes a su antigua sumisión frente a la Presidencia —lo que falta por ver en el sindicalismo— sino quitar fuerza a cada uno de ellos (como puede ocurrir con la Ley de telecomunicaciones). Y es que no se trata de regresar al antiguo patrón vertical de subordinación al Presidente, sino generar condiciones de competencia y desconcentración en esos rubros.

cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE


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