Jaime León
Los cuerpos apilados tras el derrumbe del edificio en Bangladesh.
Foto: AP / A.M. Ahad
Foto: AP / A.M. Ahad
NUEVA
DELHI, India (apro).- Durante días se escucharon los gritos de los
trabajadores atrapados bajo los escombros del edificio Rana Plaza, que
albergaba cinco talleres textiles en las cercanías de Dacca, capital de
Bangladesh.
Los empleados de la confección peor pagados del mundo suplicaban por sus vidas. Los dueños de las fábricas textiles les obligaron a entrar en el inmueble a pesar de las grietas que aparecieron en el complejo industrial un día antes de que se viniera abajo el pasado miércoles 24 de abril.
Los oficinistas de un banco situado en el mismo edificio no acudieron a su trabajo esa jornada ante el riesgo de desplome. El destino de las prendas que cosían los bangladesíes eran las tiendas de las elegantes y limpias calles de Occidente. El gigante español El Corte Inglés, la también española Mango, la irlandesa Primark, la italiana Benetton, la británica Bon Marche y la canadiense Joe Fresh han reconocido que allí se fabricaba ropa suya.
Hasta este viernes 3, al menos 522 trabajadores han muerto —la mayoría mujeres— y más de un centenar de personas continúa desaparecido. Un total de 2 mil 437 personas fueron encontradas con vida en cinco días de trabajos de rescate.
Se trata del mayor siniestro industrial de Bangladesh. Y probablemente el peor accidente mundial del sector textil, por delante del incendio de la fábrica Kader Toy en Bangkok, Tailandia, que causó 188 muertos en 1993, y el de la factoría Ali Enterprises en Karachi, Pakistán, que dejó 262 muertos en 2012.
Definido por Henry Kissinger como basket case (un caso perdido) en los 70, Bangladesh ha logrado grandes progresos en desarrollo humano, en especial en los niveles de alfabetización, mortalidad maternal e infantil y esperanza de vida en las dos últimas décadas. Todo ello con unas tasas de crecimiento económico modestas.
Contra todo pronóstico, el país con mayor densidad de población mundial y situado en un delta asolado por las inundaciones y los ciclones se ha transformado en un ejemplo para el mundo en desarrollo. La consultora estadunidense McKinsey ha denominado a Bangladesh como la “próxima China”.
Bangladesh se ha convertido en el segundo exportador mundial de ropa —sólo por detrás de China—, un sector que genera 20 mil millones de dólares al año, representa 80% de sus exportaciones, 17% de su Producto Interior Bruto (PIB) y da trabajo a 3.5 de los 150 millones de habitantes —la mayoría mujeres— de este país musulmán del sudeste asiático.
El milagro textil bangladesí comenzó con la creación de las Zonas de Procesado de Exportaciones (EPZ, siglas en inglés) hace casi tres décadas para atraer inversiones extranjeras con incentivos fiscales, la importación de materias sin aranceles y la subvención de la compra de tierras. Los ocho parques industriales EPZ del país están gobernados por militares —en activo o retirados—, están regulados por sus propias leyes, ajenos a la legislación nacional y el derecho de sindicación está prohibido.
Muchas fábricas cuentan con soldados retirados que se hacen cargo de la seguridad. Un nuevo cuerpo, la Policía Industrial, vigila la ley y el orden en ellos, aunque en realidad suele reprimir con gases lacrimógenos y porras las manifestaciones por la mejora de las condiciones laborales que en los dos últimos años han golpeado el sector.
Aun así, las condiciones en las EPZ son mejores a las de las 4 mil 500 fábricas del resto del país, donde, sin embargo, sí se permiten los sindicatos.
Y sobre todo la mano de obra barata ha espoleado el rápido crecimiento de esta industria. Los bangladesíes se encuentran entre los trabajadores textiles con los salarios más bajos del mundo, con unos 50 dólares mensuales de sueldo mínimo y jornadas de hasta 15 horas, un logro alcanzado en 2010 tras intensas manifestaciones contra el gobierno. Los vietnamitas cobran tres veces más que los bangladesíes. Los costos son tan bajos que China deslocaliza parte de su producción a Bangladesh.
Made in Bangladesh
Pero los costos que ahorran las multinacionales y los consumidores los pagan los trabajadores con sus vidas en este país asiático. En Savar, la misma localidad donde se derrumbó el Rana Plaza y situada a 24 kilómetros de la capital, murieron 61 empleados y 86 resultaron heridos en el derrumbe de otro inmueble donde los empleados cosían para el gigante español Inditex, en 2005.
En noviembre pasado, 112 personas murieron calcinadas en una fábrica textil de Bangladesh que confeccionaba para Walmart y Sears. A finales de enero, siete mujeres ardieron en otra factoría, donde se encontraron etiquetas de Bershka y Lefties, ambas marcas de Inditex.
En las fábricas del país asiático se suceden los incendios y los derrumbes. En los últimos siete años más de 700 trabajadores han muerto confeccionando las camisetas, pantalones y cazadoras que visten los consumidores de Occidente, según la Organización Internacional Foro de Derechos, un grupo estadunidense que defiende los derechos humanos.
Ello sin contar los muertos de la última tragedia.
Bangladesh se ha convertido en una potencia textil a costa de la seguridad y los derechos de sus ciudadanos, ignorados por el gobierno y las multinacionales.
“El sector experimenta un boom muy rápido, con costos muy bajos, en fábricas inseguras y masificadas, edificios que no están diseñados para usos industriales, sin salidas de emergencia, ni medidas antiincendios”, explica Eva Kreisler, portavoz en España de la Campaña Ropa Limpia, una organización que vela por los derechos de los trabajadores.
“Por otra parte, las multinacionales tienen códigos de conducta, pero no se aplican y las auditorías no funcionan. Cuando éstas se realizan, los dueños de las fábricas escogen a trabajadores para las entrevistas con las respuestas aprendidas”, continúa la activista.
El gobierno del país asiático vela más por la entrada de divisas que por los derechos de sus ciudadanos. Los vínculos entre la clase política y los empresarios —importantes donadores de los partidos e inversores en los medios de comunicación— son estrechos en un país donde la corrupción es rampante. Diez por ciento de los miembros del Parlamento posee fábricas textiles.
“Las autoridades conceden privilegios a los dueños de las fábricas”, señala el presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil, Amirul Haque Amin. “El gobierno, y me refiero a todos los gobiernos de los últimos años, no es muy estricto con las fábricas, los dejan hacer y miran para otro lado”.
El edificio Rana Plaza ejemplifica la situación del sector, los lazos políticos de los empresarios y la falta de control de las multinacionales. Este inmueble se levantó como centro comercial de cinco plantas, pero contaba con tres pisos ilegales más y un noveno estaba en construcción. Sohel Rana, su dueño, lo dedicó ilegalmente al uso industrial. Rana, que huyó y fue detenido en la frontera con la India, es secretario de la rama juvenil local del partido gobernante en Bangladesh, la Liga Awami.
A pesar de que la noticia de la aparición de grietas en el edificio salió en la televisión local, nadie impidió que Rana abriese el inmueble al día siguiente ni que los dueños de los talleres obligaran a los empleados a trabajar en él.
New Waves Style y Phantom Apparel, dos de los cinco talleres alojados en el edificio, habían pasado con éxito recientes auditorías de Business Social Compliance Initiative, una organización de supervisión de fábricas. Otro de los talleres, Ether Tex, había sido inspeccionado por Service Organization for Compliance Audit Management, un grupo de supervisión laboral de Alemania.
Estas organizaciones de supervisión inspeccionan cuestiones como salidas de emergencia y detectores de humos, pero no las condiciones de los edificios donde se encuentran las fábricas, algo que queda en manos de los gobiernos locales. Bangladesh, contaba en 2011 con 93 inspectores para revisar todas las fábricas del país, según la Organización Internacional del Trabajo. La nación asiática no ha ratificado muchas de las convenciones de este organismo.
Los sindicatos bangladesíes propusieron un sistema nacional de inspecciones a las multinacionales extranjeras fuera del control del gobierno en 2011. Las empresas internacionales lo rechazaron por costoso (500 mil dólares anuales) y no querían asumir las responsabilidades que les podría acarrear.
Tras el peor desastre industrial del país asiático el foco se ha puesto en las condiciones laborales y de seguridad de los obreros de Bangladesh. Las autoridades han detenido a ocho personas, entre ellas a los dueños de los talleres, y el alcalde de Savar ha sido destituido por negligencia. El empresario español David Mayor, director de uno de los talleres textiles del edificio, se encuentra prófugo. El Corte Inglés, Primark, Bon Marche y Joe Fresh han anunciado ayudas a las víctimas y a sus familias. El papa Francisco ha denunciado el “trabajo esclavo” de los bangladesíes.
La Unión Europea, principal destino de ropa bangladesí con 60% de las exportaciones, anunció que estudia retirar al país asiático el acceso preferencial y libre de impuestos al mercado europeo si no mejoran las condiciones laborales.
Los activistas esperan que este desastre marque un antes y un después. “Pedimos que este accidente sea un punto de inflexión radical. Que se aplique un programa diseñado por los sindicatos de Bangladesh y organizaciones como la nuestra, con inspecciones independientes, que se instituyan sindicatos que participen en el control”, afirma Kreisler. “Además, queremos que se publiquen las listas de proveedores y los resultados de las inspecciones”.
Mientras todo esto se lleva a cabo, Occidente sigue comprando ropa manchada de sangre.
Los empleados de la confección peor pagados del mundo suplicaban por sus vidas. Los dueños de las fábricas textiles les obligaron a entrar en el inmueble a pesar de las grietas que aparecieron en el complejo industrial un día antes de que se viniera abajo el pasado miércoles 24 de abril.
Los oficinistas de un banco situado en el mismo edificio no acudieron a su trabajo esa jornada ante el riesgo de desplome. El destino de las prendas que cosían los bangladesíes eran las tiendas de las elegantes y limpias calles de Occidente. El gigante español El Corte Inglés, la también española Mango, la irlandesa Primark, la italiana Benetton, la británica Bon Marche y la canadiense Joe Fresh han reconocido que allí se fabricaba ropa suya.
Hasta este viernes 3, al menos 522 trabajadores han muerto —la mayoría mujeres— y más de un centenar de personas continúa desaparecido. Un total de 2 mil 437 personas fueron encontradas con vida en cinco días de trabajos de rescate.
Se trata del mayor siniestro industrial de Bangladesh. Y probablemente el peor accidente mundial del sector textil, por delante del incendio de la fábrica Kader Toy en Bangkok, Tailandia, que causó 188 muertos en 1993, y el de la factoría Ali Enterprises en Karachi, Pakistán, que dejó 262 muertos en 2012.
Definido por Henry Kissinger como basket case (un caso perdido) en los 70, Bangladesh ha logrado grandes progresos en desarrollo humano, en especial en los niveles de alfabetización, mortalidad maternal e infantil y esperanza de vida en las dos últimas décadas. Todo ello con unas tasas de crecimiento económico modestas.
Contra todo pronóstico, el país con mayor densidad de población mundial y situado en un delta asolado por las inundaciones y los ciclones se ha transformado en un ejemplo para el mundo en desarrollo. La consultora estadunidense McKinsey ha denominado a Bangladesh como la “próxima China”.
Bangladesh se ha convertido en el segundo exportador mundial de ropa —sólo por detrás de China—, un sector que genera 20 mil millones de dólares al año, representa 80% de sus exportaciones, 17% de su Producto Interior Bruto (PIB) y da trabajo a 3.5 de los 150 millones de habitantes —la mayoría mujeres— de este país musulmán del sudeste asiático.
El milagro textil bangladesí comenzó con la creación de las Zonas de Procesado de Exportaciones (EPZ, siglas en inglés) hace casi tres décadas para atraer inversiones extranjeras con incentivos fiscales, la importación de materias sin aranceles y la subvención de la compra de tierras. Los ocho parques industriales EPZ del país están gobernados por militares —en activo o retirados—, están regulados por sus propias leyes, ajenos a la legislación nacional y el derecho de sindicación está prohibido.
Muchas fábricas cuentan con soldados retirados que se hacen cargo de la seguridad. Un nuevo cuerpo, la Policía Industrial, vigila la ley y el orden en ellos, aunque en realidad suele reprimir con gases lacrimógenos y porras las manifestaciones por la mejora de las condiciones laborales que en los dos últimos años han golpeado el sector.
Aun así, las condiciones en las EPZ son mejores a las de las 4 mil 500 fábricas del resto del país, donde, sin embargo, sí se permiten los sindicatos.
Y sobre todo la mano de obra barata ha espoleado el rápido crecimiento de esta industria. Los bangladesíes se encuentran entre los trabajadores textiles con los salarios más bajos del mundo, con unos 50 dólares mensuales de sueldo mínimo y jornadas de hasta 15 horas, un logro alcanzado en 2010 tras intensas manifestaciones contra el gobierno. Los vietnamitas cobran tres veces más que los bangladesíes. Los costos son tan bajos que China deslocaliza parte de su producción a Bangladesh.
Made in Bangladesh
Pero los costos que ahorran las multinacionales y los consumidores los pagan los trabajadores con sus vidas en este país asiático. En Savar, la misma localidad donde se derrumbó el Rana Plaza y situada a 24 kilómetros de la capital, murieron 61 empleados y 86 resultaron heridos en el derrumbe de otro inmueble donde los empleados cosían para el gigante español Inditex, en 2005.
En noviembre pasado, 112 personas murieron calcinadas en una fábrica textil de Bangladesh que confeccionaba para Walmart y Sears. A finales de enero, siete mujeres ardieron en otra factoría, donde se encontraron etiquetas de Bershka y Lefties, ambas marcas de Inditex.
En las fábricas del país asiático se suceden los incendios y los derrumbes. En los últimos siete años más de 700 trabajadores han muerto confeccionando las camisetas, pantalones y cazadoras que visten los consumidores de Occidente, según la Organización Internacional Foro de Derechos, un grupo estadunidense que defiende los derechos humanos.
Ello sin contar los muertos de la última tragedia.
Bangladesh se ha convertido en una potencia textil a costa de la seguridad y los derechos de sus ciudadanos, ignorados por el gobierno y las multinacionales.
“El sector experimenta un boom muy rápido, con costos muy bajos, en fábricas inseguras y masificadas, edificios que no están diseñados para usos industriales, sin salidas de emergencia, ni medidas antiincendios”, explica Eva Kreisler, portavoz en España de la Campaña Ropa Limpia, una organización que vela por los derechos de los trabajadores.
“Por otra parte, las multinacionales tienen códigos de conducta, pero no se aplican y las auditorías no funcionan. Cuando éstas se realizan, los dueños de las fábricas escogen a trabajadores para las entrevistas con las respuestas aprendidas”, continúa la activista.
El gobierno del país asiático vela más por la entrada de divisas que por los derechos de sus ciudadanos. Los vínculos entre la clase política y los empresarios —importantes donadores de los partidos e inversores en los medios de comunicación— son estrechos en un país donde la corrupción es rampante. Diez por ciento de los miembros del Parlamento posee fábricas textiles.
“Las autoridades conceden privilegios a los dueños de las fábricas”, señala el presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Textil, Amirul Haque Amin. “El gobierno, y me refiero a todos los gobiernos de los últimos años, no es muy estricto con las fábricas, los dejan hacer y miran para otro lado”.
El edificio Rana Plaza ejemplifica la situación del sector, los lazos políticos de los empresarios y la falta de control de las multinacionales. Este inmueble se levantó como centro comercial de cinco plantas, pero contaba con tres pisos ilegales más y un noveno estaba en construcción. Sohel Rana, su dueño, lo dedicó ilegalmente al uso industrial. Rana, que huyó y fue detenido en la frontera con la India, es secretario de la rama juvenil local del partido gobernante en Bangladesh, la Liga Awami.
A pesar de que la noticia de la aparición de grietas en el edificio salió en la televisión local, nadie impidió que Rana abriese el inmueble al día siguiente ni que los dueños de los talleres obligaran a los empleados a trabajar en él.
New Waves Style y Phantom Apparel, dos de los cinco talleres alojados en el edificio, habían pasado con éxito recientes auditorías de Business Social Compliance Initiative, una organización de supervisión de fábricas. Otro de los talleres, Ether Tex, había sido inspeccionado por Service Organization for Compliance Audit Management, un grupo de supervisión laboral de Alemania.
Estas organizaciones de supervisión inspeccionan cuestiones como salidas de emergencia y detectores de humos, pero no las condiciones de los edificios donde se encuentran las fábricas, algo que queda en manos de los gobiernos locales. Bangladesh, contaba en 2011 con 93 inspectores para revisar todas las fábricas del país, según la Organización Internacional del Trabajo. La nación asiática no ha ratificado muchas de las convenciones de este organismo.
Los sindicatos bangladesíes propusieron un sistema nacional de inspecciones a las multinacionales extranjeras fuera del control del gobierno en 2011. Las empresas internacionales lo rechazaron por costoso (500 mil dólares anuales) y no querían asumir las responsabilidades que les podría acarrear.
Tras el peor desastre industrial del país asiático el foco se ha puesto en las condiciones laborales y de seguridad de los obreros de Bangladesh. Las autoridades han detenido a ocho personas, entre ellas a los dueños de los talleres, y el alcalde de Savar ha sido destituido por negligencia. El empresario español David Mayor, director de uno de los talleres textiles del edificio, se encuentra prófugo. El Corte Inglés, Primark, Bon Marche y Joe Fresh han anunciado ayudas a las víctimas y a sus familias. El papa Francisco ha denunciado el “trabajo esclavo” de los bangladesíes.
La Unión Europea, principal destino de ropa bangladesí con 60% de las exportaciones, anunció que estudia retirar al país asiático el acceso preferencial y libre de impuestos al mercado europeo si no mejoran las condiciones laborales.
Los activistas esperan que este desastre marque un antes y un después. “Pedimos que este accidente sea un punto de inflexión radical. Que se aplique un programa diseñado por los sindicatos de Bangladesh y organizaciones como la nuestra, con inspecciones independientes, que se instituyan sindicatos que participen en el control”, afirma Kreisler. “Además, queremos que se publiquen las listas de proveedores y los resultados de las inspecciones”.
Mientras todo esto se lleva a cabo, Occidente sigue comprando ropa manchada de sangre.
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