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En 2012, mientras los rebeldes capturaban las principales localidades
del norte de Malí, ONU Mujeres registró en la primera semana de la toma
de Gao y Kidal un aumento dramático y repentino de las violaciones en
lugares donde la mayoría de ellas nunca informan a nadie sobre estos
hechos de violencia, ni siquiera a los médicos.
Oímos
historias de niñas de incluso 12 años que eran llevadas de sus casas a
campamentos militares, violadas por pandillas durante varios días y
luego abandonadas; de salas de parto y quirófanos invadidos por hombres
armados que ocupaban centros de salud; de mujeres jóvenes que eran
castigadas, azotadas y torturadas por tener hijos fuera del matrimonio.
Esta
semana, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones
Unidas (ONU) oyó atrocidades similares de otras partes del mundo y
adoptó su cuarta resolución en apenas cinco años, dedicada
exclusivamente al asunto de la violencia sexual en los conflictos
armados.
Este delito, que hasta hace poco era invisible, ignorado
o desestimado como una consecuencia inevitable de la guerra, es ahora
abordado como rutina por el foro mundial encargado de mantener la paz y
la seguridad internacionales.
Y este no es el único logro
político alcanzado en los últimos meses para hacer que la violencia
contra las mujeres pase de ser una pandemia a una aberración.
En
marzo, la Comisión sobre el Estatus de las Mujeres, principal organismo
político mundial dedicado a promover los derechos femeninos, alcanzó un
acuerdo histórico sobre la violencia contra las mujeres.
Esta
declaración de miras amplias compromete a los estados miembro a
acciones que nunca antes estuvieron tan explícitamente articuladas en
documentos internacionales, incluidas las situaciones de conflicto y
postconflicto.
En abril, la Asamblea General de la ONU adoptó un
nuevo Tratado sobre el Comercio de Armas que requiere que los países
parte, que son exportadores, consideren los riesgos de que se usen
armas “para cometer o facilitar graves actos de violencia basada en el
género o contra las mujeres”.
El mismo mes, la representante
especial del secretario general sobre la Violencia Sexual en los
Conflictos señaló y denunció a los perpetradores de este delito en su
informe anual ante el Consejo de Seguridad.
Además, las ocho
naciones más poderosas del mundo alcanzaron un acuerdo histórico para
trabajar juntas para poner fin a la violencia sexual en los conflictos.
Bajo la presidencia de Gran Bretaña, el Grupo de los Ocho (G-8) acordó
seis pasos principales para hacer frente a la impunidad, y se
comprometió a aportar unos 35 millones de dólares de nuevo
financiamiento.
Esta muestra de hechos políticos acompasa las
crecientes demandas de promover el empoderamiento femenino y la
igualdad de género y de decirle “no” a la violencia contra las mujeres.
Este
año empezó con protestas masivas en las ciudades importantes de India,
tras una brutal violación de una mujer a manos de una pandilla en Nueva
Delhi. Las manifestaciones se replicaron luego en las revueltas
públicas contra los ataques sexuales en Brasil, Sudáfrica y otros
países.
Tales niveles de movilización popular a raíz de incidentes individuales de violencia contra las mujeres no se han visto antes.
Lo
que conmociona más es que esto ocurre en un momento en que el creciente
fundamentalismo, la austeridad generalizada y el continuo militarismo
amenazan con hacer retroceder los derechos de las mujeres y con poner a
un lado los reclamos de igualdad de género.
Hoy, las activistas
por los derechos femeninos tienen que arriesgar sus vidas para
denunciar violaciones en Malí, que las adolescenttes que huyen de Siria
experimentan matrimonios precoces y forzados en las comunidades de
refugiados en países vecinos, y que se perpetran ataques repugnantes
contra niñas que simplemente quieren una educación en Afganistán o
Pakistán.
Los hechos relacionados con lo que la Organización
Mundial de la Salud ha llamado “un problema sanitario mundial de
proporciones epidémicas” permanece básicamente incambiado. Más de un
tercio de todas las mujeres y niñas, en países ricos o pobres y en
situaciones de guerra o de paz, experimentarán violencia a lo largo de
sus vidas, la abrumadora mayoría de ellas a manos de sus compañeros
íntimos.
La resolución última del Consejo de Seguridad de la ONU
y otros logros políticos de los últimos tiempos son señales de
progreso. Ahora, sus palabras inspiradoras deben convertirse en acción,
invirtiendo en el empoderamiento y el liderazgo de las mujeres como la
estrategia de prevención más efectiva para poner fin a la violencia
contra ellas.
No es mera coincidencia que la mayoría de los
avances en la reciente jurisprudencia internacional sobre crímenes de
guerra contra las mujeres tengan lugar a partir de mujeres que, de modo
pionero, están al frente de tribunales internacionales o liderando
juicios internacionales.
De igual modo, no alcanza con leyes y
acción policial para ayudar a una mujer maltratada a escapar de una
situación de abuso y a reiniciar su vida. Solo una mayor igualdad entre
los sexos revertirá la marea para prevenir y poner fin a la violencia
contra mujeres y niñas.
Estos pasos positivos deben construirse
mediante la acción decisiva de los gobiernos nacionales. Ellos deben
garantizar que la violencia contra mujeres y niñas no ocurra en primer
lugar, y una respuesta rápida y adecuada cuando sí ocurra, incluyendo
un acceso efectivo a la justicia.
Esto requiere una fuerte
cooperación internacional, entre entidades multilaterales y regionales,
incluido el organismo especializado de la ONU, para empoderar a mujeres
y niñas y poner fin a las atrocidades.
Y esto requiere fuertes
esfuerzos de las organizaciones de la sociedad civil y del movimiento
feminista mundial para recordar tanto a los gobiernos nacionales como a
las organizaciones internacionales que las palabras no bastan, que unas
pocas acciones no bastan, que debemos apuntar alto y seguir avanzando.
* Lakshmi Puri es directora ejecutiva interina de ONU Mujeres y secretaria general adjunta de la ONU.
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