Pedro Miguel
Los
aparatos mediáticos hacen milagros: convierten esa puñalada a los
migrantes que es la reforma migratoria de Obama en un acto encomiable
de generosidad de Estado; disfrazan un régimen corrupto, autoritario y
represivo, como el mexicano, de democracia funcional; presentan
operaciones lucrativas como obras de filantropía o transmutan el
escándalo por el espionaje planetario estadunidense en una enésima
andanada contra el gobierno ecuatoriano por sus supuestos ataques a la
libertad de prensa. Por ejemplo.
Los ataques vienen precedidos por la escandalizada crítica a la Ley
Orgánica de Comunicación, recientemente aprobada por el oficialismo
ecuatoriano (http://goo.gl/k289A), porque en ella se establece un mecanismo oficial de regulación de contenidos y, sobre todo, porque propugna
la democratización de la propiedad y acceso a los medios de comunicación.
A nadie escapa que los medios en el mundo, con particular crudeza en
América Latina, escapan a todo control social y pueden, de manera
impune, legitimar delitos, crear tendencias políticas de la nada,
destruir en minutos la dignidad y el buen nombre de una persona,
invisibilizar a sectores sociales enteros, promover reformas legales
que los beneficien, impulsar el consumo de sustancias y productos
nocivos hasta el punto de provocar epidemias (la de diabetes, por
ejemplo), alentar conductas patológicas (como la anorexia y las
ludopatías) y erigirse en deformadores sistemáticos de la ética, la
educación y la vida institucional de un país.
Lo que resulta menos obvio es que semejante desempeño es
consecuencia inevitable de la propiedad monopólica de los medios por un
solo sector de la sociedad: el empresarial, cuyo predominio en todos
los ámbitos se ha expandido en el marco de la revolución conservadora y
la implantación planetaria del modelo neoliberal. Ese mismo sector, en
uso y abuso de los medios, se ha encargado de presentar como
naturalsu propio control monopólico, hasta el punto de que poca gente se escandaliza ante él.
Para tomar distancia de esta grave distorsión basta con realizar un
simple ejercicio: imaginar un país o un mundo en el que 95 por ciento
de los medios informativos tradicionales –radio, televisión,
periódicos, revistas– fuera controlado por las iglesias. Si en vez de
iglesias se plantea dependencias gubernamentales, o partidos políticos,
o clubes deportivos, o sindicatos, u organizaciones campesinas, la gran
mayoría igual hallaría inaceptable semejante régimen de propiedad de
las instancias informativas. Curiosamente –el contraste es prueba de la
capacidad de deformar el pensamiento de la gente por los medios mismos–
a pocos les parece desastroso el hecho real de que esas instancias se
encuentran, actualmente, en poder de corporaciones empresariales.
Éstas
tienen un propósito –hacer dinero– que no es en sí mismo censurable,
pero que, en la lógica de la información, como en cualquier otra,
plantea riesgos ineludibles: el de incrementar las utilidades a costa
de tergiversar el contenido editorial. Algo parecido puede ocurrir con
cualquier negocio: para un laboratorio farmacéutico puede resultar
tentador minimizar costos y maximizar utilidades mediante la reducción
de insumos costosos, hasta llegar a la adulteración de las fórmulas
estipuladas. Por eso se reconoce en forma universal que la industria
farmacéutica requiere de mecanismos y organismos públicos de
regulación, vigilancia y control. ¿Por qué habrían de estar exentos los
medios –especialmente los que son propiedad de grandes consorcios– de
sistemas de verificación análogos?
Otro problema es la conversión del poder mediático en poder
político. Este fenómeno universal dificulta la función de la prensa
como contrapeso a los extravíos y excesos de los gobiernos y termina
por conformar redes de complicidad y encubrimiento entre las
redacciones y las oficinas públicas. En Estados Unidos, España, Rusia o
China la masa mediática opera como reproductora del discurso oficial,
de la verdad única y de la razón de Estado. En no pocos casos los
dueños de las instancias informativas se hacen del poder político
usando como trampolín el enorme poder de influencia que poseen. Así
ocurrió en Brasil con la llegada de Fernando Collor de Mello a la
presidencia, otro tanto sucedió en Italia con los impresentables
tránsitos de Silvio Berlusconi por la primera magistratura y la
tragedia se ha repetido en México con el arribo a Los Pinos de un
candidato presidencial forjado por Televisa. En tales casos el sistema
de los medios oficialistas ha terminado por convertirse en el
oficialismo de los medios, con las consecuencias desastrosas que están
a la vista.
El reparto del poder mediático a tercios, entre el sector
empresarial, las organizaciones sociales y las instituciones públicas,
como lo estipula la
ley de mediosecuatoriana, no conlleva ningún atentado a la libertad de expresión. Es, simplemente, un dique a la impunidad y una vacuna contra la conformación de mediocracias.
Twitter: @Navegaciones
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