La hija quisiera entender a la madre. La madre no puede hablar –no realmente- ni de su vida ni de sus emociones. Así la educaron.
Ese
malentendido tan recurrente: la hija no tiene manera de singularizarse
sin diferenciarse de la madre, la diferenciación es/puede ser vivida
por la madre como una forma de rechazo. Parecería tan simple: “¿Por qué
no quieres ser como yo?”. “Porque quiero ser como yo”. Pero esta
necesidad de la hija de plantearse sus propias preguntas e intentar
encontrar sus respuestas, en la cual –a priori- casi todas/os
coincidiríamos de inmediato, no es ni tan simple, ni tan consciente, ni
tan explícita. Los desencuentros en la vida cotidiana. Los deseos de la
madre para la hija que se deslizan de manera sutil o menos sutil y que
se viven, sobre todo en la adolescencia y la juventud, como
imposiciones.
Una madre y una hija –en la mayoría de los casos- anhelan
encontrarse, pero uno de los grandes temores de la hija es sentirse
alienada en los deseos, los sueños, los proyectos, la personalidad de
la madre. Uno de los grandes temores de la madre, es que su hija no la
considere una imagen de femineidad adecuada y deseable. “Si vives
distinto a mí, no soy tu 'modelo', y si no lo soy, me estás rechazando
y/o juzgando”.
Sucede que comience esa disputa silenciosa y/o a
gritos. Sucede que comience esa batalla casi campal que se convierte en
un largo litigio entre dos femineidades que son entendidas y vividas
de maneras distintas. No es de fondo un asunto de mejor o peor, pero
así se vive. El gran problema de la relación con frecuencia fusional
entre madre e hija, es la dificultad para asimilar y aceptar, sin
juicios, las diferencias. No es que la elección de una vida sea mejor
que la elección de otra vida, es que son distintas. Pero en esas
diferencias la madre puede sentir que su hija la abandona, y la hija
puede sentir que traiciona. Crecer y elegirse es “traicionar”. Sí, con
todas las acotaciones que en este contexto amerita la palabra,
“Traicionar” es no aceptar ser la continuación programada del discurso
y las elecciones de los padres. Una coincide donde se da, y no coincide
donde no se da, y elegirse no es un acto de desamor, sino de
construcción personal.
Ahora a la hija le ha dado por somatizar.
La madre se fue y ella se despierta afónica, y con un nudo en la
garganta. Varios nudos, quizá. El cuerpo habla. El cuerpo expresa
nuestras emociones a pesar de una misma. “Seguro anoche hubo corrientes
de aire heladas”. Seguro. Pero es un clásico aquello de las palabras
que se quedan como prisioneras en la garganta. La voz que se estrangula
porque no supo decir aquello que necesitaba decir. Lo No dicho. Cada
familia y sus temas, sus palabras, sus reflexiones prohibidas. Esa
especie de tradición de callar lo doloroso, lo que no nos gusta, lo que
provoca vergüenza. Todo lo que se supone que es mejor reprimir en aras
de “la concordia”, “la armonía, “la estabilidad”. La censura de un lado
y del otro. La madre también trae consigo su baulito de dudas,
circunstancias incomprendidas, lastimaduras. Las que tienen que ver con
la hija, y las que tienen que ver con su historia personal. La hija
quisiera aprehender la historia de la madre y abrazarla. Sanarla de
cada dolor, de cada pérdida, de cada nudo que su madre traiga
atravesado en la garganta. La hija no lo logra, y se siente fallada y
en falta. No lo logra, porque “salvar” a la madre es una misión
imposible para cualquier hija. Pero este deseo, inmenso y contrariado
está, y ahonda la confusión. Y las culpas.
¿Cómo
hablar sin deslizarse en territorios pantanosos? ¿Cómo cuestionar sin
lastimar? ¿Cómo detener esos silencios que han ido creciendo hasta
convertirse en un buque fantasma? Están frente a frente. Son las
vacaciones, así pasaron horas y días. ¿Cómo lograr una conversación
madre-hija en la que no sientan que bordean los abismos, que no son
capaces sino de precipitarse en el reproche? Ambas están a la
defensiva, no necesariamente lo saben. Cuando lo saben, intentan ser
humildes, o creen que lo son. Esa sería la única manera: la humildad.
Escuchar sin tener la respuesta preparada de antemano. Estar
disponible. El barco fantasma está lleno de malentendidos, de palabras
inadecuadas, y de silencios. La humildad podría abrir una puerta hacia
un intercambio sin culpas y sin culpables, pero ambas traen ese
antiguo vicio de arrojarse las culpas la una a la otra, como quien da
raquetazos en una cancha. Con los años les sucede atraparse cada una a
sí misma a mitad de un trance de comentarios injustos y de soberbia. Se
detienen mucho más que antes. Se hace un silencio. Miran por la
ventana. Luego siguen frases estilo: “Para mí que hoy cae una
tormenta”. “No trajimos paraguas”. “No, se nos olvidó”. Y por un lado
se agradecen la una a la otra esta nueva manera de dejarse libre y
volver a la calma, por el otro cae un velito como de tristeza. Como de
abrazo fallido. Un día lo van a lograr: sin amenaza de tormentas y sin
urgencias de paraguas.
¿Les interesa entenderse, o desalojar sus
sentimientos oscuros? ¿Por qué una madre y una hija se concentran en
culparse? Además, de ladito. Sin entrar en los temas. Esas miradas de
reproche, esas descalificaciones disimuladas, esos mohines que
atraviesan el rostro en fracción de segundos, esos tonos de voz que
cambian, mientras hablan de las plantas, de la película o de los chiles
rellenos. Ambas sufren por no saber acompañarse, disminuir la
distancia. La hija mira los ojos muy abiertos de la madre. Son muy
azules y muy tristes. Desde niña se sintió hipnotizada por esos ojos
tristes. Desde niña pensó que si ella se esforzaba muchísimo, un día la
madre sería felicísima y se reiría a carcajadas relajada y festiva, se
reiría toda ella, con sus ojos incluidos. Pero las niñas crecen y
comienzan a mirar hacia otro lado. En su caso, corrió hacia su padre.
Tan fuerte, tan divertido, tan extravagante. Se concentró con todo en
convertirse en eso a lo que llaman: “la niña de los ojos de su padre”,
y entonces le comenzaron unos celos terribles hacia la madre, así, con
casi todos los ingredientes del más elemental manual de psicoanálisis.
Quizá no es para andarlo contando en voz tan alta, pero suceden: los
celos de la hija hacia la madre. Y viceversa. Y se arma un enredijo de
estira y afloja y rivalidades. Luego las niñas crecen y llegan los
sueños y los horizontes lejanos. Ya no pueden quedarse.
La hija
quisiera entender a la madre. Sería indispensable que la madre le
ofreciera la oportunidad de escucharla. La madre no puede hablar –no
realmente- ni de su vida ni de sus emociones. Así la educaron. Hay
prohibiciones y silencios que se heredan, atraviesan las generaciones.
Marcan. A fin de cuentas es probable que ya nadie tenga claro porque
había que callar lo que se calla, pero la antigua costumbre se
conserva. Eran otras rigideces, otros tiempos, otras exigencias. Una ni
lloraba, ni reía demasiado. Una no se mostraba. Negar las emociones era
lo que solía llamarse “un asunto de dignidad”. Una moría por dentro,
pero de pie y con los labios apretados. Se habla del tiempo, de la vida
práctica, abundante vida práctica y con todos los detalles. Una puede
hasta recrear cantidad de anécdotas siempre y cuando lleguen
desprovistas de las emociones que las acompañaron. Es decir, una puede
tener recuerdos, pero no memorias. Una está obligada -para no
naufragar- a hablar casi siempre del tema de al lado.
Como
vivir casi a diario al borde de un enigmático naufragio a evitar. Como
si el agua llegara a los aparejos con cualquier pretexto. Las palabras
entonces se convierten, no en un punto de encuentro sino en un
tembloroso punto de fuga. No cabe el ¿por qué? Si cupiera, el buque se
iría de ladito, de ladito…podría anegarse. ¿Cuál era ese naufragio? ¿En
qué generación anterior existió? ¿Quiénes nos lo heredaron? La hija
mira a la madre que está en el balcón, pedaleando en una bicicleta
fija. Siempre ha sido de una gran fragilidad emocional, ahora también
su cuerpo es frágil.
Y sin embargo pedalea. Se cuelga sus collares, sus
chales, sus aretes. La madre tiene más de ochenta años y se mira
largamente en el espejo antes de salir a la calle. Posa, se acomoda los
cabellos. En algún lugar, piensa la hija, esta persona de
subjetividades tan náufragas, ha sido también una fuerza de la
naturaleza. Y se lo agradece. Y se enoja. Y no logra aliviarse de esa
pregunta: ¿Por qué sus ojos son tan tristes? ¿Qué necesitaba que no
encontró? ¿Qué soñó que no llegó para ella? ¿Quién le tatuó esa
tristeza? ¿Cómo decirle lo mucho que la ama y lo furiosa que vivió
demasiado tiempo contra ella? ¿Cómo le explica que se tuvo que
construir contra ella, con ella, a pesar de ella, más allá de ella?
Porque la madre no supo medir ni su fragilidad ni su fuerza, y la hija
se vivió avasallada.
¿Cómo se habla desde un amor tal, que los acomodos emocionales no se conviertan en reproches? ¿Cómo se habla?
Es
seguro que existe una manera de saberse amadas, renunciando al anhelo
de fusión, tan enquistado, tan ladino…y aceptando las diferencias.
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