Colectivo La digna voz
Lo que tenemos en México es un Estado comprometido con acciones
abiertamente ilegales. La fuente predominante de las violencias (en
plural) es justamente esa condición delincuencial del Estado o narcoestado.
El volumen de violencias que engendra este ordenamiento político es
extraordinario e inenarrable. Y son esas violencias las que deben
ocupar el análisis y la censura radical de la prensa y la población
civil. No porque se trate llanamente de un ejercicio de violencia, sino
porque se trata de una violencia efectuada en contra de la totalidad de
la población, y con fines políticos inconfesables. Precisamente este es
el tema que nos interesa tocar, en atención a una generalizada
confusión que priva en la opinión pública, a todas luces inducida desde
los centros del poder.
Muy oportunistamente se trata de
desviar la condena ciudadana de esa violencia que acá denominamos
violencia objetiva o matriz, que es constitutiva al poder, para
dirigirla hacia esas otras violencias subjetivas que a menudo responden
o bien a una manifestación de rabia legítima, o bien a un método de
lucha “beligerante” cuya larga tradición cosecha no pocos éxitos. La
narrativa del “encapuchado” o “vestido de negro” o “anarquista” sigue
esta tesitura de contaminación de la percepción ciudadana, con el fin
de canalizar la opinión hacia dominios ideológicos rentables para los
poderes constituidos.
Por añadidura, esta obstinada
concentración de la prensa oficial en las acciones de los conocidos
“bloques negros” tiene como propósito provocar una ruptura o división
al interior de la movilización ciudadana. La gente teme que la
acusación de “violencia”, frecuentemente endosada a los “anarquistas”,
se haga extensiva a la generalidad de las protestas, y por consiguiente
la reserva moral de éstas se vea significativamente disminuida,
abriendo las puertas a la represión de los agentes estatales. Este
temor, nutrido con especial frenesí, conduce a la fractura de la
sociedad en lucha. Pocos están dispuestos a meter las manos al fuego
por estos grupos disidentes. Esta desconfianza o repudio se traduce en
distanciamiento de los sectores más inclinados por el pacifismo. Y es
esta dilución a la que apuestan los gobiernos para desarticular la
protesta, con el aditamento de la represión clandestina y selectiva.
Para situarnos en un terreno conceptual mas o menos común, cabe definir
a la violencia, en una acepción elemental, como un ejercicio
intencional de la fuerza (física o mental) por un sujeto individual o
colectivo, contra otro, también individual o colectivo, para infligir
perjuicios o imponer una voluntad. Acá se advierte el carácter
instrumental de la violencia: la violencia no es un fin en sí mismo; la
violencia es un medio al servicio de un fin. La censura a las acciones
“beligerantes” olvida que la violencia no es indeseable por sí sola. El
cuestionamiento debe estar dirigido a los fines que persigue la
violencia. No es equiparable el uso de la violencia contra personas
(máxime en una relación de poder tan canallescamente desigual) con los
actos “violentos” (nótese el entrecomillado) cuyo blanco son los
símbolos del poder político. (Glosa marginal: por una sencilla falta de
correlatividad, es insostenible la trillada aseveración de que “el
fuego no se combate con fuego”). No se puede descalificar o avalar una
acción en abstracto. Es preciso valorarla a la luz de un proceso de
lucha, en estrecha relación con los objetivos de un movimiento.
Censurar un hecho o acto por lo que parece, y no por lo que significa
en una coyuntura concreta, es reproducir el prejuicio o ardid
discursivo del poder.
Es falso que la presencia de
“encapuchados” aumenta la probabilidad de infiltración de los agentes
del Estado. En los movimientos pacifistas no faltan nunca los
infiltrados, que se ocupan de llevar la protesta hacia escenarios de
nula efectividad política.
También es falsa la disyuntiva
lucha pacífica-lucha violenta. El pacifismo puede ser violento en su
impacto institucional, provocando una ruptura de los procedimientos
rutinarios. Y la violencia puede ser pacifista cuando consigue dirimir
un conflicto y restablecer una paz socialmente deseable. La cuestión
reside en valorar el uso de un método u otro en función de los fines
que persigue. No es accidental que la violencia requiera siempre de una
justificación: esa justificación es el fin; la violencia es sólo el
medio.
En este sentido, es preciso evitar las discusiones
infértiles sostenidas en asideros prejuiciosos. Ignorar los relatos de
la prensa tradicional es un imperativo ciudadano categórico. Es allí
donde se incuba la tergiversación de la realidad, y el germen de la
desmovilización social. La siguiente secuencia de titulares da cuenta
de este artificio: “Encapuchados bloquean Insurgentes sur en protesta
por desaparecidos”; “Encapuchados exigen liberación de presos
políticos; bloquean Tlalpan”; “Encapuchados prenden fuego a unidad de
Metrobus frente a CU”; “Encapuchados vandalizan Insurgentes”; “Toman
encapuchados estaciones de radio en Chilpancingo”; “Jóvenes
encapuchados bloquean las instalaciones de la preparatoria”;
“Encapuchados rociaron gasolina e incendiaron la puerta de Palacio de
Gobierno”.
Para abordar la pertinencia de la violencia, y
abocarse a un análisis desprejuiciado, es preciso trasladarse al
terreno político. En efecto, la política comprende estos dos aspectos
inseparables: el ideológico-valorativo (fines), y el
práctico-instrumental (medios). La justificación debe buscarse en los
fines. No nos podemos permitir censurar los medios –o la violencia– en
abstracto, sin consideración de la realidad concreta.
El
relato de los “encapuchados” es un caballo de Troya mediático, es
decir, un engaño destructivo que tiene como propósito plantar la
semilla de la división; fracturar, desmovilizar, criminalizar la
protesta, y justificar una eventual represión de Estado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario