La venganza es
mía. Al término de la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos aliados
vencedores recurrieron a una práctica moralmente cuestionable con sus
prisioneros de guerra alemanes: utilizaron a grupos de soldados
adolescentes de un ejército en desbandada para que desactivaran, con
alto riesgo de muerte, las minas explosivas que sus superiores habían
sembrado en largas extensiones de la costa danesa. Dicha práctica había
sido condenada desde 1929 por la Convención de Ginebra, la cual prohibía
obligar a los prisioneros de guerra a realizar trabajos altamente
peligrosos. La cinta Bajo la arena, del danés Martin Zandvliet,
muestra que ese tipo de consideraciones éticas tuvieron escasa
importancia en un momento en que los militares triunfadores y buena
parte de una población largamente humillada por el ocupante nazi sólo
reclamaban revancha.
Una revancha que no hacía el menor distingo entre los inclementes
oficiales alemanes y sus muy jóvenes subalternos, carne de cañón de una
guerra que para principios de 1945 los nazis imaginaban ya
irremediablemente perdida. Según cálculos muy precisos, a partir de los
propios registros alemanes, tan sólo en la costa oeste de Dinamarca,
supuesto punto de ingreso de las tropas aliadas, había 2 millones de
minas explosivas. Desactivarlas era una cuestión de seguridad nacional,
pero también una manera ideal de recobrar y lavar una dignidad nacional
vapuleada por el ejército fascista. El sargento danés Carl Ramussen
(Roland Moller) expresa muy bien ese ánimo de revancha cuando, emulando
la conducta de los antiguos verdugos, somete a vejaciones salvajes a los
jóvenes soldados capturados, exclamando enfurecido y soberbio:
Esta tierra es mía.
Más allá de sus convenciones dramáticas y su recurso a
personajes estereotipados, y de un desenlace para muchos bastante
previsible, la cinta consigue apuntalar una idea interesante, la
persistencia, en el ánimo de los sobrevivientes de cualquier guerra, de
aquellos resentimientos y rencores que parecieran brindarle al ejército
perdedor, como inesperada victoria póstuma, la misma deshumanización en
los dos bandos de la batalla. La cinta explora con sutileza esa dinámica
de sentimientos encontrados, desde el odio que una mujer danesa, vecina
del campo de minas, profesa a los adolescentes que arriesgan sus vidas,
hasta la desesperación de estos últimos quienes, ansiosos por regresar a
sus hogares, no atinan a entender cómo surgió primero esa pesadilla
bélica y por qué fatalidad del destino les tocó a ellos la parte más
ingrata del asunto. El estupendo ritmo de la película alcanza por
momentos toda la intensidad de un thriller. Hay suficiente sutileza en
el tratamiento dramático de la cinta para no insistir demasiado en los
detalles sangrientos de la faena casi suicida. Falta mucho, sin embargo,
para alcanzar la complejidad moral e intensa carga emotiva de una cinta
iraní, Las tortugas pueden volar (Bahman Gobadi, 2004), cuya
fuerza narrativa no dependía en absoluto de maniqueísmos. Queda como
algo muy rescatable, la interesante exploración de un hecho histórico
escasamente comentado y el polémico asunto de un resentimiento colectivo
como detonador de injusticias nuevas.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional, 12 y 17:30 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil
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