El
suicidio del ex presidente de Perú, Alan García, pone en la mesa de
discusión (y resolución) el añejo expediente de la corrupción. Cuando,
el 17 de abril, llegaba la policía por él a su casa, para que
respondiera a acusaciones de soborno por parte de la constructora
brasileña Odebrecht, prefirió pegarse un tiro en la cabeza.
Antes que el descrédito moral y político, el amante peruano de la canción ranchera mexicana prefirió esa forma extrema de autocrítica.
El Estado, cuyos últimos cinco mandatarios en el Perú se han vistos
envueltos en el escándalo, despide a García con tres días de duelo nacional.
La
corrupción se remonta, en América Latina, a la época colonial, cuando
era costumbre la compraventa, al mejor postor, de títulos nobiliarios y
puestos públicos. Comenzó, desde entonces, el maridaje, entre poder
político y poder económico, donde uno alimentaba al otro o, si se
quiere, uno se alimentaba del otro. De cáncer social, que carcome
estructuras, la corrupción pasa a ser un modo de ser, que únicamente en los estratos bajos se sanciona, a pesar de que para ellos es un mecanismo de sobrevivencia. “¿Le guardo su lugar?”, “Tengo boletos preferentes”…
Tres
dichos resumen la situación: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en
el error”, y “Un político pobre es un pobre político”. Bajo esta lógica, convertida en filosofía de vida, se aspira al poder. En la década de los 20, recién finalizada la etapa armada de la Revolución Mexicana, se afirmó que nadie se resistía a un cañonazo de 50 mil pesos. Hoy, son cañonazos de millones de dólares. Origen de riquezas (in)explicables.
Hay
análisis y tesis, psicológicos y políticos, sobre si la corrupción es
algo innato, consubstancial, a la naturaleza humana, hasta llegar a
formar una cultura o, si se quiere ser más científico, un deporte. En México, durante el sexenio de José López Portillo se puso de moda la frase implacable, por definitoria: la corrupción somos todos, que coronaba el sentir popular de que el que no transa, no avanza.
El contubernio
entre los poderes político y económico, aunque no es un fenómeno nuevo,
en la etapa neoliberal cobró tintes que nos recuerdan a la época
desaforada de la acumulación de capital, cuando pareciera que había
“sólo tres departamentos de gobierno: el de Finanzas, o saqueo del
interior; el de Guerra, o saqueo del exterior; y finalmente, el
Departamento de Obras Públicas” (Marx, New York Daily Tribune, 25 de junio de 1853). Obras que se traducen en jugosos negocios privados para unos cuantos cuates.
El
caso Odebrecht se torna hoy relevante para México por diversos motivos.
Mientras en otros países de la región y aun de África, la empresa está
bajo investigación y varios personajes han sido implicados y detenidos,
aquí en México, nadie, que se sepa, está bajo una investigación seria.
Tarea que compete tanto a la Fiscalía General de la República como a la
Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda.
Aun cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador no quisiera iniciar una cacería de brujas,
dichas dependencias mostrarían su autonomía al proseguir la
investigación que implica no sólo al ex director de Petróleos Mexicanos
(Pemex). Apenas me enteré por los periódicos, exclamó el
Presidente, ante las órdenes de aprehensión en contra del ex gobernador
de Puebla, Mario Marín, y el empresario textil Kamel Nacif, acusados de
haber detenido y torturado a la periodista Lydia Cacho, en diciembre de
2005, después de haber publicado el libro Los demonios del Edén, en el que están implicados en delitos de pederastia.
¡Que no cunda el pánico, que aquí no pasa nada! Si a fines del siglo XVIII, Humboldt definió a México, entonces la Nueva España, como el reino de la desigualdad, ¿cómo definir hoy al país, dominado por una violencia estructural sin
fin? De la precariedad laboral y el feminicidio a la desaparición
forzada y la muerte de periodistas y defensores de derechos humanos;
estos dos últimos, periodistas y defensores, atendidos por la misma
fiscalía especializada, pues como dice Griselda Triana, esposa del
periodista asesinado Javier Valdez: “Los periodistas se han convertido
en defensores de los Derechos Humanos”, comenzando por el derecho a la
información y las libertades de expresión de y de prensa.
Así
como la pobreza (con o sin adjetivos) no es el problema, sino la
desigualdad, la corrupción no es el mayor obstáculo a vencer, sino la
impunidad que la acompaña. Combatir la impunidad con las armas propias
del Estado de derecho sería una manera de empezar a transitar hacia la 4T (Cuarta Transformación).
https://www.alainet.org/es/articulo/199454
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