La Jornada
Editorial
El asesinato de 13 personas que el pasado viernes celebraban un convivio familiar en Minatitlán, Veracruz, agregó un nuevo eslabón a la cadena de hechos violentos que a despecho de planes, iniciativas y declaraciones de buena voluntad se va ciñendo sobre la sociedad mexicana. Agotados todos los adjetivos (repetir que se trata de hechos execrables, inadmisibles, repudiables y muchos otros calificativos es descriptivo pero inútil), sólo queda preguntarse por un lado hasta cuándo y hasta dónde se va a extender la escalada de crímenes, y por otro si las acciones de contención previstas y esbozadas por las autoridades serán suficientes para contener esta escalada.
Porque si, como reza el lugar común, la nuestra es una sociedad donde la violencia siempre ha desempeñado algún papel, los índices que ha alcanzado en los últimos tiempos la han convertido en un problema que urge solucionar. Urge, es decir, es un asunto apremiante porque cada día nos sorprendemos menos por la cantidad y la magnitud de las matanzas. Y el hecho de registrar sin consternación acciones de esa naturaleza, querámoslo o no, nos va colocando poco a poco de cara a la barbarie.
Las frecuentes masacres tienen un denominador común: el grado de ferocidad y ensañamiento con que sus autores las llevan a cabo, aun cuando una masacre es brutal por definición. Sin embargo, prácticamente todas se producen en contextos marcados por tensiones y pugnas políticas que de una u otra manera involucran a personas e instituciones de los distintos órdenes de gobierno. Eso significa que en el mejor de los casos las investigaciones no se realizan con la fluidez que debieran, porque las partes en pugna se obstaculizan recíprocamente o de manera disimulada evitan colaborar entre sí, aunque no tengan nada que ver con el crimen de que se trate. En el peor de los casos, claro está, las pesquisas ni siquiera tienen lugar.
En el caso de Veracruz, tras la matanza en Minatitlán no tardó en resurgir un enfrentamiento que desde finales del año pasado protagonizan por un lado el gobernador de la entidad, Cuitláhuac García Jiménez, y por otro el polémico fiscal general del estado, Jorge Winckler Ortiz. Un tuit publicado por el secretario de Gobierno local, Eric Patrocinio Cisneros, según el cual la fiscalíani investiga ni resuelve, evidencia el grado que alcanza la confrontación. Y, de paso, no despierta muchas esperanzas sobre las posibilidades de éxito respecto a la investigación, lo cual sin duda es una buena noticia para quienes planearon y ejecutaron el crimen.
Las razones que mantienen enfrentados a los mencionados funcionarios veracruzanos ni siquiera vienen al caso; para los efectos de lo que debería ser una estrategia de combate al crimen y a la violencia son irrelevantes, pese a la opinión que los involucrados tengan sobre el tema. En cambio, aportan un elemento –uno de los varios que es preciso considerar si de verdad se trata de acabar con la violencia– a tener en cuenta cuando se comprueban los porcentajes de impunidad que prevalecen alrededor de las matanzas como la de Minatitlán: si la autoridad encargada de esclarecerlas ni siquiera está en condiciones de asumir esa tarea de manera concertada y unitaria, centrada únicamente en la voluntad de hacer justicia, difícilmente se podrá lograr que los asesinos no queden impunes.
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