El viaje imposible
Lina está satisfecha por haber encontrado un buen curso para sus dos hijos; sin embargo, le preocupa lo que harán cada día al terminar las clases. Magda siente la misma inquietud, aunque confía en que su niño sabrá protegerse tomando en cuenta las advertencias que le hace cada mañana: Si tu papá no llega, esperas a que venga tu hermano a recogerte. Se van derechito a la casa y cierran bien la puerta. Cuando tengan hambre se comen la torta y las papitas que les dejé. No salgan a jugar a la calle. Si quieren entretenerse pongan la tele
.
Janet dice que esa diversión ya no es tan segura. El jueves descubrió a su hijo viendo una película para adultos. Paulina procura tranquilizarla diciéndole que hay un sistema para bloquear esa programación. Janet pregunta si tiene un costo adicional; aunque lo tenga, está dispuesta a pagarlo con tal de que su hijo no vea esas porquerías
.
Danae está embarazada de seis meses. Dice que cuando su hijo crezca, ya sea hombre o mujer, se preocupará menos si lo encuentra viendo una película pornográfica que ante la escena que ella miró la otra noche. Doña Estela abandona su sopor y se alarma: ¿Qué viste?
Danae se toca el vientre: lo que menos esperaba: imagínese un salón de clases en donde niños de nueve años están recibiendo instrucciones para protegerse contra balaceras, bombas y secuestros. Está bien que aprendan eso los militares o los policías, pero no las criaturas
.
II
Después de todo lo que ha oído, Tania acaba por confesar que, aunque lamenta el paso del tiempo, no le gustaría ser niña en estos tiempos. Jazmín opina lo contrario: pues fíjate que a mí sí. Los escuinclitos ya no son tan dejados como fuimos nosotros; andan muy despiertos y saben muchas cosas. Mi sobrino de siete años maneja la computadora mejor que su papá. Con decirles que ya hasta organiza sus propios juegos y les manda correos a sus amigos
.
Tania se muestra más firme que antes. No envidia a ese niño ni a los demás, y hasta siente algo de lástima por ellos. Crecerán sin saber lo que es vivir sin miedo, andar solos por la calle, irse al parque y al cine con los amigos, pasarse las horas oyendo las historias de los abuelos. La reflexión de Tania impone un momento de silencio. Luego sus compañeras lamentan que no les haya tocado vivir ni siquiera unos años de ese mundo que Tania describió.
A lo lejos se escucha el silbato de la locomotora que cruza por Tlatilco. Doña Estela agrega que a los niños de hoy les faltará otra cosa que conocieron las generaciones anteriores: el tren de pasajeros. Danae le pregunta cómo eran. Lina quiere saber adónde iba; Paulina, cuánto costaban los pasajes. Chalo les pide que no sean indiscretas y sigan trabajando. Janet protesta: ya es hora de nuestro descanso. Deje que ella nos cuente
. Doña Estela duda en hacerlo. Teme aburrirlas, no recordar experiencias que tuvo hace mucho tiempo. Janet insiste.
Vuelve a escucharse el silbato de la locomotora. Doña Estela cierra los ojos y emprende el viaje de regreso a su infancia.
III
“Aquel era otro mundo. Para los niños las vacaciones estaban relacionadas con el fin de año y para nosotros, quiero decir para mi familia, con ir al pueblo a visitar a los abuelos. Su casa era grande. Tenían establo. Los domingos, junto con la leche, vendían la carne fresca de algún marranito que acabaran de matar en su corral. Eso no me gustaba ni tampoco que siempre que me veían me dijeran lo mismo: ¿cuándo creces, pingüica? De allí se me quedó el apodo. Si mi hermano quería hacerme repelar me llamaba así: Pingüica. Hasta la fecha lo hace cuando me llama desde Cuautla, sólo que ya no me molesta.
“Los preparativos para el viaje eran complicadísimos, más que si fuéramos astronautas que se dirigen a la Luna. Mi mamá blanqueaba la ropa que nos íbamos a poner, mi padre iba a la estación de Buenavista a cada rato para asegurarse de que el tren saldría puntual. Pudo haberlo preguntado por teléfono, pero no confiaba en los aparatos ni en la gente a la que no le veía los ojos.
“A mi hermano y a mí nos recordaban que debíamos portarnos bien cuando estuviéramos en casa de nuestros abuelos, y nos repetían nuestras obligaciones durante la visita: tender la cama al levantarnos, no pedir más guisado si no nos lo ofrecían y sobre todo no contarles que andábamos siempre mal de dinero.
“Todo, todo era soportable ante la ilusión de emprender el viaje en tren. Tomábamos el que iba al norte y salía muy temprano. Por eso la noche anterior nos acostábamos casi al atardecer, pero nadie dormía. A las seis ya estábamos en pie, asueñados, tropezando con las maletas y los bultos. A las siete mi padre se iba en busca de un libre
que nos llevara a Buenavista. La estación ya no existe. Lástima. Era preciosa, o al menos así la recuerdo. Tenía techos muy altos y unas columnas de metal que parecían de filigrana.
“Aunque faltara mucho tiempo para salir, nosotros nos acercábamos al andén con los boletos en la mano. Allí, rodeados por otras familias, permanecíamos atentos, listos para ser los primeros en subir al vagón. Eso garantizaba que por lo menos a mi hermano y a mí nos tocaría ventanilla. Los vidrios siempre estaban manchados de grasa y nosotros, con la manga del suéter, los frotábamos para ver mejor lo que ya tantas veces habíamos visto: vendedores de gardenias, personas con la mano levantada despidiéndose, el vericueto de vías y luego la ciudad se iba quedando atrás hasta que al fin llegábamos a Lechería.
“Ese punto era para nosotros el comienzo del viaje que duraba no recuerdo si 10 o 12 horas. A mi hermano y a mí nos parecía poco tiempo, quizá porque cuando uno es niño las horas transcurren de otro modo. A media mañana el solecito entraba por las ventanillas y el paisaje se aclaraba y se hacía más árido. Había tramos en los que sólo se miraban huizaches, uno que otro pirú, y allá muy lejos caseríos.
“Cada vez que nos acercábamos a una estación el portero lo anunciaba para que los que iban a quedarse allí tuvieran tiempo de tomar su equipaje. Esas personas, de las que nunca sabré nada, me daban lástima. No sé por qué, a lo mejor porque su viaje había sido muy corto o no iban, como nosotros, más al norte, al pueblo, a la casa de los abuelos.
“Cuando llegábamos a una estación mi padre se bajaba del tren a dar unos pasitos. Mi mamá, mi hermano y yo lo veíamos alejarse con temor de que no regresara a tiempo. Pero siempre volvía con alguna sorpresa agradable: dulces, bolsas de pinole, gorditas de maíz con piloncillo, una canastita de guayabas que lo llenaban todo con su olor. Nuestra felicidad crecía al oír la voz de: ¡váaaaamonos!
“En aquellos viajes todo era divertido, hasta ir al baño. Como el tren iba ya a buena velocidad, mi hermano y yo cruzábamos una apuesta: A ver quién llega al baño sin agarrarse de los pasamanos y sin caerse. El juego no era invento nuestro. Otros niños hacían lo mismo. En un segundo el carro se llenaba de asombro, risas, gritos y advertencias: niños: se van a caer. El peligro inexistente hacía que nos sintiéramos heroicos.
Al fin regresábamos a nuestro sitio. El paisaje era el mismo que habíamos visto durante todo el camino: tierras áridas donde sólo crecían yerbas, huizaches y tequesquites. Por mucho que quisiéramos verlo, el panorama terminaba por aburrirnos y nos adormecíamos. Mientras tanto mis padres, ya sin tener que vigilarnos, se ponían a conversar de un asiento a otro. Nunca alcancé a oír de qué hablaban, porque el chirrido de las ruedas contra las vías era muy fuerte, pero conservo como algo muy grato el rumor de sus voces
.
El timbre del teléfono interrumpió a doña Estela. El viaje recordado por ella, ya imposible para todos nosotros, terminó en la fábrica de esferas Ilusión.
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