Si a finales de los años 50 los jóvenes cineastas de la Nueva Ola francesa (Godard, Truffaut, Varda) marcaban sus distancias con el cine académico de la generación anterior (Marcel Carné, Autant Lara), en Japón el director de Una ciudad de amor y esperanza (1959) –título irónico por describir la cinta todo lo contrario– hacía tabla rasa del cine de la posguerra y de las obras hoy clásicas de Mizoguchi,Ozu, Naruse y Kurosawa. Lo suyo era a su vez una crónica de esos años y de los estragos que el conflicto bélico había producido en su generación, pero la visión era más desencantada y su acento en el sexo y la violencia, en el desarraigo juvenil y la búsqueda a menudo estéril de asideros espirituales, tenía un acento inquietante o molesto para quienes deseaban afianzar una industria fílmica recelosa de la influencia occidental y atenta a la recuperación de una sólida identidad nacional, cuyo epicentro era necesariamente la familia.
En Muerto por ahorcamiento (Koshikei, 1968), por ejemplo, Oshima sitúa el origen de una conducta criminal en la realidad de una familia disfuncional, con un padre alcohólico y una madre impotente, y en la sociedad que condena los mismos delitos que su doble moral propicia al legitimar la violencia de la guerra, la xenofobia y el racismo. O la pena de muerte (Si es malo matar, es malo también que a mí me maten
, razona el hombre condenado a la pena máxima). Este tipo de cuestionamientos los hace el director desde sus primeras cintas, cuando describe los arrabales portuarios y sus pandillas juveniles, sus horizontes de desesperanza y sus amoríos contrariados por la fatalidad (El entierro del Sol, Cruel historia de juventud, ambas cintas de 1960).
A esto añade anotaciones políticas muy lúcidas que cuestionan, de modo precursor, las contradicciones del optimismo burgués, pero también, y con filo más acerado, las inercias del dogma revolucionario (El muchachito, 1969; Noche y niebla en Japón, 1960). Oshima se revela asimismo observador mordaz de las políticas discriminatorias que el gobierno japonés dirige contra sus vecinos coreanos, y mediante la comedia y el documental explora y satiriza las paranoias de la mentalidad racista (Tres borrachos resucitados, 1968; El diario de Yunbogui, 1965). Pero tal vez el enfoque más novedoso lo ofrece al abordar el tema de la sexualidad, no como intensa alegoría poética, como en el cine de Mizoguchi, sino como algo más perturbador todavía, la irrupción de pulsiones eróticas en una sociedad tradicional, plagada de rituales, donde la violencia potencia y desequilibra a la sexualidad, volviéndola subversión del orden establecido. Esta incisiva exploración del erotismo y el poder, que muchos espectadores recuerdan en las últimas cintas de Oshima (El imperio de los sentidos, 1976; El imperio de la pasión, 1978; Furyo, 1982; Max, mi amor, 1986; Tabú, 2000), tiene notables antecedentes en Los placeres de la carne, 1965; Tratado de canciones obscenas japonesas, 1967; Diario de un ladrón de Shinjuku, 1969). Sin embargo, la cinta que mejor resume las obsesiones temáticas del realizador es su obra maestra, La ceremonia (Gishiki, 1971), portentoso retrato de una familia japonesa, disfuncional y austera, endogámica e incestuosa, castrante e involuntariamente liberadora, contemplada a través de sus ritos (bodas y funerales) y los efectos que produce en uno de sus miembros, el joven manchuriano que al contacto de un primo cómplice y su abuelo autoritario, y del objeto de sus primeros deseos eróticos, la joven Ritsuko, se forja una educación sentimental, tan contradictoria y violenta como el país mismo que es su nueva residencia.
El ciclo Nagisa Oshima, la evolución de un maestro, se exhibe hasta el 20 de marzo en la Cineteca Nacional.
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