Editorial La Jornada
comprensiblela
frustraciónque sienten los mexicanos afectados por las acciones de combate a la delincuencia organizada que lleva a cabo el gobierno calderonista en estrecha colaboración –pese a los desencuentros– con las autoridades de Washington, pero señaló que
el imperio de la ley no es un reto a corto plazo.
Ciertamente, la sociedad mexicana experimenta, más que frustración
, un sentir generalizado de exasperación, angustia y temor por la confirmación cotidiana de la capacidad de fuego y la determinación de los grupos delictivos, así como por la insuficiencia que han mostrado hasta ahora los esfuerzos oficiales por contenerlos. El telón de fondo de esta dificultad para concebir y aplicar medidas eficaces contra el narco y otros estamentos de la delincuencia organizada es la ausencia de una estrategia clara y definida en la materia del gobierno mexicano, pero también del estadunidense: a fin de cuentas, y en lo que concierne al combate contra los cárteles de la droga, la administración calderonista se ha ceñido a los dictados de Washington, y éste, por su parte, ha tenido una función de primera mano, sino es que de control, en la planeación y coordinación de las directrices de seguridad pública adoptadas en el país en los pasados cuatro años: así ocurrió, por ejemplo, con la decisión –adoptada a finales de 2009– de remover al Ejército de las tareas de seguridad en Ciudad Juárez, Chihuahua, y remplazarlo por la Policía Federal, según se desprende de los cables de Wikileaks reseñados por La Jornada en sus ediciones de ayer y de hoy.
En la hora presente, por lo demás, la inseguridad y la violencia desenfrenadas no son los únicos factores de alarma y zozobra ciudadanas: otro tanto ocurre con el creciente injerencismo que las autoridades estadunidenses han puesto en práctica en nuestro país con el pretexto de la cooperación bilateral
en materia de seguridad, y que ha resultado tan contraproducente como la improvisación y la falta de claridad con que Felipe Calderón puso en marcha los operativos policiaco-militares a principios de su administración. Baste citar, como ejemplo de lo anterior, el hecho de que la determinación adoptada en Ciudad Juárez como resultado de la insistencia
de Washington –así lo afirma el propio Pascual en uno de los cables citados– no sólo no ayudó a despejar la violencia en esa convulsionada urbe fronteriza –por el contrario, la exacerbó–, sino que constituyó una abdicación de facultades soberanas y una vulneración al pacto federal, pues la decisión se tomó, según los elementos de juicio disponibles, de espaldas a los gobiernos estatal y municipal.
La guerra
contra la delincuencia declarada a inicios de la presente administración ha abierto los cauces de la violencia delictiva; se ha traducido en un país mucho más inseguro que el que recibió el gobierno encabezado por Calderón Hinojosa y ha implicado, para colmo, un costo inaceptable para la nación en términos de soberanía. Tales consideraciones tendrían que derivar en el abandono inmediato de las directrices vigentes en materia de seguridad y combate al narcotráfico, las cuales, según se ve, han sido ineficaces y contraproducentes, y sólo pueden explicarse como parte de un designio de Washington para favorecer sus intereses políticos y económicos; como una coartada para el intervencionismo y para atropellar la soberanía nacional.
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