MÉXICO, D.F., 14 de marzo (Proceso).- El documental Presunto culpable, de Layda Negrete y Roberto Hernández, ha tenido, si cabe decirlo, un doble estreno. El primero ocurrió el 18 de febrero. El segundo, el 8 de marzo. Entre uno y otro ocurrieron acontecimientos judiciales que la hicieron salir de la cartelera y reponerla.
Una juez de amparo, Blanca Lobo, otorgó la suspensión provisional contra la autorización expedida por la Secretaría de Gobernación, a la que el 2 de marzo ordenó disponer el retiro de la cinta, que se exhibía profusamente en la Ciudad de México, antes de comenzar su recorrido por los estados, que se anunciaba promisorio. Esa dependencia del Ejecutivo reaccionó con perplejidad y demoró cuatro días en mandar que la película dejara de exhibirse. Pero la virtual prohibición fue breve. El martes 8 de marzo un tribunal colegiado revocó la suspensión inicial y la cinta volvió a las salas de exhibición ese mismo martes. El viernes 11 la juez de amparo debería decidir si otorgaba o negaba la suspensión definitiva. Aunque estas líneas fueron escritas antes de que su resolución sea pública, era previsible que negaría tal suspensión definitiva y, por lo tanto, la cinta seguirá en la cartelera hasta que agote su ciclo comercial o se resuelva el fondo del amparo, lo que ocurra primero. Es también imaginable que en ese momento procesal la juzgadora negará el amparo al quejoso.
Éste es el primo de la víctima y único testigo del homicidio por el cual fue condenado a 20 años de prisión José Antonio Zúñiga. El único elemento con que el Ministerio Público y el juez contaron para condenar a Zúñiga fue el testimonio de Víctor Manuel Reyes. Pero el testigo no se mantuvo en su dicho. Reconoció no haber visto a Zúñiga asesinar a su pariente y el ya sentenciado pudo salir de la prisión. Eso no hubiera ocurrido si los abogados y cineastas Negrete y Hernández no hubieran filmado el proceso a modo de denuncia contra mecanismos de procuración y administración de justicia que fabrican culpables a falta de los verdaderos que, de ese modo, permanecen en la impunidad.
Muy probablemente inducido por alguien que esperaba obtener provecho o evitar daños, Reyes pidió amparo sosteniendo que la cinta le causaba perjuicios, porque denigraba su reputación y hasta generaba hostilidad en la gente que lo reconocía, tras haberlo visto en la pantalla, haciendo el involuntario papel de uno de los villanos, cuya palabra pudo haber hundido en la cárcel a un inocente.
Como autoridad responsable (así se llama en el juicio de amparo aquella que emite el acto reclamado, en este caso la autorización de exhibición), Bucareli no sabía qué hacer. No se le ocultaba que admitir lisa y llanamente la decisión judicial del 2 de marzo lo haría cómplice de un silenciamiento que de inmediato convocó el fantasma de la censura. Pero tampoco podía desacatar el ordenamiento judicial, pues quienes incurren en desobediencia ante una orden de la justicia federal deben ser removidos de su cargo. Alegó además una aclaración del sentido de la orden de la juez XII de distrito, porque la orden lo conminaba a realizar actos para los que la dependencia del caso, Radio, Televisión y Cinematografía, no está facultada. Y ya se sabe que las autoridades sólo pueden obrar en el sentido expresamente establecido por la ley. Pasando por alto esa circunstancia, la juzgadora insistió y Presunto culpable se ausentó por horas de las pantallas hasta que magistrados superiores modificaron la resolución de la juez.
No se trató, pues, de un acto de censura, que con ese nombre no existe en México desde hace décadas. Con rubor hipócrita, la Ley de la Industria Cinematográfica expedida en tiempos de Miguel Alemán, en 1949, llamó supervisión a los actos administrativos que podrían evitar no sólo la exhibición, sino aun la filmación de una cinta. Esa ley fue derogada por la actualmente en vigor, de 1992, que ya no habla de supervisión, sino de autorización y clasificación. Esas son las formas contemporáneas en que el gobierno federal puede decidir el destino de una película o un video, para el exclusivo efecto de su exhibición (o venta o renta) pública.
Aunque atenuada, sigue vigente y puede ser aplicada una moral conservadora dictada por el catecismo católico, ni siquiera por la moral de ese credo, sino por formas anacrónicas como la que expresaba que “los tres enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne”. La carne, es decir, la sexualidad, perturba a la mojigatería que se esconde tras una doctrina que, bien mirada, predica en el fondo la libertad, no las restricciones de la institucionalidad católica. En la legislación vigente hay tufos de miedo a la carnalidad como los que impregnaban la clasificación que a mediados del siglo pasado formulaba la Liga de la Decencia, una oficina paraeclesiástica, que calificaba películas para el buen gobierno de las conciencias católicas y de los párrocos que fijaban en la puerta de sus templos la clasificación de las películas, que iba de la A: “buena para todos”, hasta la D: “prohibida por la moral cristiana”, pasando por la C: “para mayores con serios inconvenientes”. Jugando con esta expresión, mi finada hermana Emelia decía de sí misma que ella era una “mayor con serios inconvenientes”.
En esa línea, el reglamento de la Ley Federal de Cinematografía dispone que se niegue la autorización a películas “con escenas explícitas, de actividad sexual o genital”, lo cual está muy bien para evitar la difusión de la pornografía, en el supuesto de que sepamos dónde se traza la línea divisoria entre el arte cinematográfico que exalta la belleza de los cuerpos y de su ayuntamiento o aproximación, y la industria de la salacidad, que se propone sólo ganar dinero explotando las pulsiones de quienes, por la razón que fuere, prefieren ver relaciones sexuales antes que practicarlas, o practicarlas sólo estimulados por haberlas visto.
No fue censurada, pues, Presunto culpable. No se intentó evitar que el público la conociera. Al contrario, en paradoja saludable la oficina encargada de autorizar pugnó por que tal autorización no fuera revocada. Pero en amplia medida actuó así por la reacción pública, que está avivándose cuando se trata de defender derechos de expresión.
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