Durante la reunión del martes con el subsecretario de Relaciones Exteriores en la Cámara de Diputados quedó de manifiesto que se ha extraviado el concepto de política exterior para concentrarse en una función de cabildeo con las autoridades de Washington. Se trata de una subordinación pactada que es menester gestionar en la capital donde se toman las decisiones fundamentales de nuestro país.
El primer eje de la discusión fue el empleo de los instrumentos jurídicos de los que México podría disponer para modificar una relación tan asimétrica y abusiva. No se percibe ningún tono de exigencia ni recurso que se haya intentado conforme al derecho internacional. Pareciera que éste ha dejado de regir en los vínculos entre dos Estados que han decidido resolver sus problemas sólo platicando.
Hubo un tiempo en que la invocación de tratados y convenciones, así como la apelación a los organismos multilaterales era un arma de nuestra diplomacia. Sobre todo el recordatorio permanente de los principios contenidos en nuestra Constitución, que son normas de la convivencia internacional. Principalmente los de no intervención, autodeterminación de los pueblos e igualdad jurídica de los Estados.
A lo largo de los años probamos que la “política de principios” era la más pragmática de todas, ya que emparejaba el terreno de las negociaciones entre dos países de muy distinto poderío, vecinos por añadidura. En cambio, el “pragmatismo” fundado en una supuesta amistad y en una dudosa compatibilidad de intereses condujo a concesiones progresivas que han diluido los contornos de la soberanía nacional.
La mutación esencial se inició con la aceptación por parte del gobierno de Miguel de la Madrid de las condiciones impuestas por el gobierno estadounidense para la renegociación de la deuda externa. Estas comprendieron tanto la conducción de la economía mexicana supeditada a las “cartas de intención”, como la apertura unilateral de nuestras fronteras a los flujos comerciales y la adopción de una estrategia de “seguridad regional” diseñada desde el extranjero.
La suscripción del TLCAN fue el crimen mayor contra nuestro proyecto de desarrollo independiente. Con el argumento de regularizar los fenómenos que estaban ya ocurriendo, se formalizó y profundizó un pacto de subordinación, al margen del derecho de los tratados. Bajo la apariencia de un acuerdo comercial se convino un proceso de integración cuyas variables determinantes no fueron convenidas, como ocurrió por ejemplo en la Unión Europea o en Mercosur.
Todos los sucesos que ahora escandalizan eran previsibles: el incremento exponencial de la migración, los topes al crecimiento económico, la conversión de México en una maquiladora de drogas duras, la consecuente explosión del tráfico de armas y la injerencia creciente de las autoridades norteamericanas. Como algunos lo propusieron entonces, era mejor establecer instituciones supranacionales que atajaran o regularan esos fenómenos.
Los instrumentos adicionales, pactados a espaldas del Congreso, como el ASPAN, la Iniciativa Mérida, los “acuerdos ejecutivos” y las inadmisibles permisibilidades “administrativas” han venido conformando la implantación de un estatuto colonial en que el gobierno mexicano está atrapado. Toda nueva petición o aclaración de lo ya sabido no hace sino confirmarlo.
Es urgente establecer una política exterior de Estado que permita denunciar acuerdos lesivos al interés del país y defina métodos democráticos para la suscripción de compromisos internacionales. Sin embargo, han ocurrido conductas imputables al Ejecutivo que podrían tipificar traición a la patria. Así las órdenes recibidas desde el exterior para el manejo del Ejército y los permisos para la incursión de fuerzas extranjeras en nuestro territorio y espacio aéreo.
Estas violaciones debieran ser investigadas sin demora por el Congreso y proceder en los términos previstos por la Constitución a un juicio político. Tanto en la esfera de la política exterior como en la interna es necesario transitar de las denuncias a las acciones jurídicas. De otro modo, todos seríamos cómplices en la entrega irreparable de los atributos irrenunciables de la soberanía mexicana. Una artera rendición colectiva.
Diputado federal del Partido del Trabajo
Durante su comparecencia ante el Senado, realizada el pasado jueves, la titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, señaló que los vuelos de aviones estadunidenses no tripulados (UAV, por sus siglas en inglés) sobre territorio mexicano no violan la soberanía nacional ni la Constitución, y sostuvo que esos aparatos operan en el país a petición del gobierno mexicano y bajo control de éste, en el marco de la cooperación bilateral en materia de seguridad.
Es preocupante, por decir lo menos, que el gobierno mexicano asuma una postura de consentimiento y hasta de defensa frente a lo que constituye una clara violación del espacio aéreo por una fuerza militar extranjera. Por más que se afirme que el motivo de los sobrevuelos mencionados es obtener información de inteligencia
, no puede obviarse que los aparatos utilizados en dichas tareas son, ante todo, artefactos de guerra de una superpotencia.
Resulta difícil imaginar, habida cuenta de la importancia actual de las aeronaves no tripuladas en las operaciones bélicas y de espionaje de la Casa Blanca y el Pentágono, que las autoridades de ese país hayan decidido poner tales equipos bajo control de un gobierno extranjero, sobre todo de uno cuya capacidad en materia de seguridad ha sido cuestionada velada y abiertamente por funcionarios estadunidenses. Pero suponiendo que el gobierno de Barack Obama se resignara a enfrentar el enorme costo político de una decisión semejante, ésta supondría problemas técnicos diversos, como la necesidad de contar con personal militar capacitado para la operación de estos sofisticados equipos y el traslado a territorio mexicano de las voluminosas centrales de control terrestre de los UAV: en la medida en que el gobierno mexicano no demuestre que cuenta con esos recursos, no queda claro cómo pudiera sustentar lo dicho por su canciller, en el sentido de que la operación de los drones estadunidenses se encuentra bajo su control.
Más allá del problema de índole legal y constitucional, la operación de esos artefactos en México plantea una amenaza a la integridad física de la población, habida cuenta de su poder mortífero y del margen de error con que suelen operar. Por no ir más lejos, el mismo jueves más de 40 personas murieron en la ciudad pakistaní de Miran-shah –en la región de Waziristán del Norte, cerca de la frontera con Afganistán– tras un ataque perpetrado por un avión no tripulado de Estados Unidos. El episodio dista mucho de ser una casualidad: de acuerdo con las propias autoridades de Islamabad, entre 2006 y 2009 murieron unas 700 personas en los límites Afganistán y Pakistán a consecuencia de este tipo de operaciones, de las cuales sólo 14 eran integrantes de la red islámica Al Qaeda, el objetivo declarado de los ataques.
La precariedad en las condiciones de seguridad con que operan estos artefactos y el elevado número de bajas colaterales que provocan ha generado preocupación en la Organización de Naciones Unidas: en octubre de 2009, el relator especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias de ese organismo multinacional argumentó que el uso de vehículos no tripulados de combate aéreo debía ser considerado una violación del derecho internacional, a menos que Washington pueda demostrar que sigue las precauciones y los mecanismos de rendición de cuentas adecuados
, algo que hasta la fecha no ha ocurrido.
En el caso concreto de México, resultan inquietantes las colisiones declarativas entre funcionarios estadunidenses sobre el uso de estos aviones: mientras fuentes militares citadas por The New York Times han dicho que los UAV que operan en México carecen de capacidades ofensivas, funcionarios del servicio de Aduanas y Protección Fronteriza han afirmado que los modelos son los mismos que se emplean en Afganistán y Pakistán. Lo menos que podría esperarse es que las autoridades mexicanas aclaren a la opinión pública el número y el tipo de los artefactos estadunidenses que sobrevuelan el territorio.
En suma, la política de cooperación
en materia de seguridad con Estados Unidos no sólo ha sido ineficaz y contraproducente en su propósito de reducir la violencia asociada al narcotráfico, sino también ha supuesto violaciones inadmisibles a la soberanía nacional y ahora, para colmo, plantea una nueva amenaza a la población civil: con la operación de los aviones no tripulados estadunidenses, ésta queda expuesta al espionaje abierto y declarado de la nación vecina, en el mejor de los casos, e incluso al riesgo de sufrir nuevos saldos trágicos, en el peor.
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