Editorial La Jornada
codiciade ese centro del poder económico planetario–, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, reiteraba su llamado a los dueños de las grandes fortunas a
poner de su parteen los esfuerzos por reducir el déficit de ese país, en referencia a la propuesta que presentará mañana al Congreso. Horas más tarde, The New York Times informó que dicho plan incluirá la creación de un nuevo impuesto para quienes ganen más de un millón de dólares al año, cuyo propósito es asegurar que dicho sector pague al menos el mismo porcentaje de sus ganancias que lo que aportan los contribuyentes de ingresos medios.
La postura del mandatario estadunidense resulta acertada no sólo como una medida de obvia necesidad para restañar el abismal déficit de la economía de su país –provocado en buena medida por la espiral de recortes a los impuestos de los ricos, inaugurada por el régimen conservador de Ronald Reagan–, sino también como una acción de elemental corrección política y hasta moral: al igual que ha ocurrido en otras latitudes del mundo occidental, en Estados Unidos comienza a crecer el descontento social ante la evidencia de que los programas de rescate puestos en marcha para superar la crisis económica aún vigente no han servido más que para premiar la voracidad de las instituciones financieras y sus operadores –responsables de la recesión– con recursos de las arcas públicas. En tanto, los costos astronómicos de la crisis económica siguen siendo transferidos a los asalariados.
En el caso concreto de Estados Unidos, el telón de fondo de este descontento es una economía cada vez más castigada por la desigualdad social –el 10 por ciento más acaudalado acumula casi la mitad de la riqueza del país– y por el crecimiento de la pobreza, que afecta actualmente a 15 por ciento de la población –casi 50 millones de personas–, según los datos recientemente revelados por la Oficina del Censo del vecino país. Las cifras representan una derrota monumental para el modelo económico vigente en esa nación y en buena parte del mundo, y pueden leerse como una consecuencia lógica del manejo desastroso hecho por la administración de George W. Bush –que recibió finanzas superavitarias y las entregó deficitarias–, pero también del desempeño errático del gobierno de Obama en ese renglón: ya sea por errores propios, por inercias heredadas o por resistencias de la oposición, el actual mandatario no ha podido cumplir la promesa de poner el manejo económico de su país “al servicio de main street –eufemismo para referirse al ciudadano común–, no de Wall Street”.
Si algo ha podido demostrarse a raíz de los descalabros originados en el sector financiero estadunidense hace casi tres años es que a los dueños de los grandes capitales no les interesa la corrección de los vicios y desequilibrios que provocan las crisis. Guste o no, los elementos de racionalidad, de contención, de control y de redistribución de la riqueza, tan necesarios ante panoramas de desajuste económico como el presente, no pueden venir más que del Estado.
En tal circunstancia, el que Obama insista en la necesidad de introducir elementales medidas de equilibrio impositivo es una señal positiva y saludable. Desde luego, la aprobación de la misma dependerá de las negociaciones que se gesten y desarrollen al interior del Legislativo del vecino país, pero también cuenta la capacidad de movilización que puedan mostrar los sectores lúcidos, críticos y comprometidos de la sociedad de ese país. En ese sentido, el incipiente despertar de expresiones de descontento como las que tuvieron lugar ayer en Wall Street es un elemento esperanzador, y cabe esperar que ese sector de la población ejerza, mediante una renovada presión política y social, un contrapeso efectivo al poder fáctico que representan los grandes capitales estadunidenses e incluso a las vacilaciones e inconsecuencias que han caracterizado al propio mandatario.
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