Editorial La Jornada
Las cifras referidas se inscriben en un clima caracterizado por el colapso de la seguridad pública y el avance de un sentimiento de temor y zozobra generalizados en la población que derivan, fundamentalmente, de las expresiones de violencia y criminalidad relacionadas con la estrategia de seguridad emprendida por el gobierno federal hace casi un lustro. A la luz de tales datos, es evidente que el país no se encuentra, como se afirma en las altas esferas gubernamentales, ante un problema de percepción
, sino ante una escandalosa impunidad, una fracasada política de seguridad y un quebranto generalizado del Estado de derecho que coloca a una cuarta parte de la población en la condición de víctima colateral
–mortal o no– de la presente guerra contra la delincuencia
.
Tal fracaso no sólo es impresentable en términos políticos, sino evidencia la abdicación del poder público a su responsabilidad constitucional central: proveer seguridad a los ciudadanos. Más allá de las excusas que puedan poner las autoridades, de sus recurrentes empeños por trasladar responsabilidades a otros ámbitos y de las negaciones de la realidad que pone en práctica sistemáticamente el discurso oficial, la literalidad del marco legal vigente no deja mucho margen para la interpretación: la Carta Magna estipula, en su artículo 21, que la seguridad pública es una función a cargo de la Federación, el Distrito Federal, los estados y los municipios, y abarca la prevención de los delitos, la investigación y la persecución para hacerla efectiva, así como la sanción de las infracciones administrativas
.
Por lo que hace al precepto de que la actuación de las instituciones de seguridad pública se regirá por los principios de legalidad, objetividad, eficiencia, profesionalismo, honradez y respeto a los derechos humanos reconocidos en esta Constitución
, el incumplimiento del mismo se hace patente ante los datos revelados ayer por el Inegi: en la citada encuesta, la mitad de los entrevistados afirmó no confiar en las autoridades que actualmente se encargan de librar la batalla contra el crimen organizado, y la proporción se reduce a 10 por ciento en el caso concreto de la Policía Federal.
El auge de la actividad delictiva es achacable, pues, a la incapacidad, la actitud omisa y la corrupción que campean en los tres niveles de gobierno y en los distintos órdenes del poder político. Al Ejecutivo federal, sin embargo, corresponde una responsabilidad doble en la configuración de esta debacle: por un lado, por haber involucrado al país en una estrategia de seguridad contraproducente y que conduce al abandono de las tareas constitucionales del Estado en la materia, y por otro, por empecinarse en mantener un paradigma económico que genera caldos de cultivo para la expansión de la criminalidad en todas sus expresiones.
Para colmo, el incumplimiento de las autoridades respecto de su labor fundamental no sólo redunda en la pérdida de vidas, de bienes materiales, de certeza jurídica, de salud institucional y de paz pública, sino también conlleva una afectación considerable a la economía nacional: según los datos difundidos ayer por autoridades del Inegi, la multiplicación de la delincuencia ha representado al país un costo de 210 mil millones de pesos, equivalentes a 1.53 por ciento del producto interno bruto.
En suma: en las postrimerías de un régimen cuando menos omiso en el cumplimiento de sus responsabilidades básicas, y ante el sistemático incumplimiento del derecho de la ciudadanía a la seguridad y a vivir sin miedo, resulta inevitable preguntarse en qué momento la sociedad llamará a sus autoridades a rendir cuentas.
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