A 101 años del inicio de la Revolución Mexicana, el campo morelense que vio luchar a Emiliano Zapata vive una prolongada y desesperante decadencia. Parece que, desde entonces, nada ha cambiado...
LOS SAUCES, Mor.- Desde siempre ha habido tiempo para el silencio en este pequeño pueblo de Morelos inmerso en el paisaje agreste de la tierra campesina. El camino desde Tepalcingo está cercado por los montes de la sierra de Huautla, una cordillera que se extiende desde la parte oriental del estado hasta los límites de Guerrero, al sur. En el mapa de la historia la región está señalada como refugio de las tropas zapatistas. Hoy, los rebeldes son hombres que cargan alforjas de leña por las laderas, antes de agarrar de nuevo sus arados con restos de tierra húmeda. Al llegar aquí recordé las palabras con que John Womack inició su obra sobre la revolución zapatista de 1910: “Éste es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y, como no querían cambiar, hicieron una revolución”.
Ha transcurrido un año desde la celebración del Centenario. Por los caminos rurales de Morelos todavía se pueden ver carteles con el rostro de Zapata decolorado por el polvo y la lluvia. Después de la humareda levantada por los políticos y su pirotecnia de flashes, los pueblos han vuelto al silencio de siempre, el más inquebrantable, el del olvido. Las poco más de 300 personas que habitan Los Sauces ya lo intuían: “Es lo de siempre: fotito y a casa”, dice un joven labriego. Ellos siguen en lo suyo, un esfuerzo diario por conservar su tierra y no cambiar la costumbre de “limpiar la milpita”. Así lo entiende Lucio Pliego, un hombre de 86 años rodeado por un grupo de campesinos que le escuchan como lo harían con un general zapatista: “¿Centenario? Aquí siempre ha habido hambre y nada va a cambiar; estamos bajo la voluntad de la naturaleza y salimos adelante ayudándonos unos a otros. Nuestros padres nunca pidieron préstamos al gobierno y yo tampoco lo hago. Una vez lo hice y me dio una chinga el banco que no me dejó ni para huaraches. Me dieron 50 pesos por tres hectáreas de sorgo (se ríe…), ¡ni para la vuelta desde Cuautla!... No quiero esa droga”.
Dicen sus amigos que Lucio es un hombre bueno, de ésos que no tienen nada que perder. Vive en una humilde casa, con un perro que le sigue a todas partes mientras él sigue cada día el mismo camino hacia sus tierras. Le pregunto si tiene seguro médico, y sonríe: “El único seguro que tengo es el ‘seguro’ de que me voy a morir”. Detrás de su barba cana y la piel surcada de arrugas, hay un hombre que bromea con todo, o casi todo. “Zapata no murió, él tenía el dedo mocho de montar a caballo, pero al que mataron tenía todos los dedos bien. En realidad era Jesús Delgado,
su compadre. La gente ya no ayudaba a Zapata a pelear, por eso se fue a Arabia… Desde entonces estamos solos”. Espero a que Lucio sonría de nuevo pero no lo hace. Habla muy en serio.
En el parque hay un grupo de hombres y mujeres que hablan de las necesidades del pueblo. Las más ancianas miran hacia el horizonte, como si buscaran inspiración en las montañas, las mismas que hace tiempo se llenaban de mujeres durante la noche para ocultar el humo del fuego con el que hacían tortillas para los rebeldes. Entre ellas está Ventura Méndez, una anciana de 77 años que ha pasado gran parte de su vida desgranando maíz y subiendo laderas de tierra para llevar el almuerzo a su marido. Ambrosio, su esposo, vestido con calzón blanco y huaraches, es un emblema de la imagen campesina en Morelos. Tiene 83 años que arrastra con pasos lentos, mientras recuerda una infancia que empezaba cada día a las seis de la mañana: “Caminaba lejos y cerraba los ojos para concentrarme y escuchar los cencerros de los bueyes. Tenía que agarrarlos para empezar a trabajar. A veces bajábamos leña y la vendíamos a 20 pesos la carga, pero con todo el trabajo apenas nos daba para sacar la siguiente cosecha”.
Le pregunto cuál ha sido su recompensa después de una vida en el campo. Ambrosio no lo piensa mucho: “Poner una alambrada alrededor de mis tierras”.
• • •
La desoladora imagen de los campos y pueblos vacíos de Europa central a mediados de siglo XX llevó al escritor inglés John Berger a instalarse en Los Alpes franceses para contar la historia de unos supervivientes llamados “campesinos”. En su obra Puerca tierra expresa así sus impresiones: “Todavía hoy se puede decir que los campesinos componen la mayor parte de los habitantes del globo. Pero este hecho oculta otro más importante: por primera vez en la historia se plantea la posibilidad de que esa clase de supervivientes pueda dejar de existir.
Puede que dentro de un siglo los campesinos hayan desaparecido. En la Europa Occidental, si los planes salen conforme fueron previstos por los economistas, en 25 años no quedarán campesinos”.
La tierra de Morelos sigue un curso desigual y va quedándose sin hombres para trabajar la tierra. Hasta los años cuarenta las familias campesinas representaban en el estado tres cuartas partes de la población total. Para el 2000 la población rural estatal bajó a 17 por ciento, según los censos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Los campesinos consiguieron tierra pero nunca un trabajo valorado. Productos tradicionales como el frijol, el maíz, la calabaza o el arroz son hoy los peor pagados. El campesino utiliza una parte importante de esos ingresos para cubrir deudas bancarias, mientras ve como sus hijos emigran y dejan el campo sin legítimos herederos (se estima que alrededor de 50 por ciento de la población del este y sur de Morelos ha emigrado a las ciudades).
Las personas mayores, sin fuerza para seguir trabajando, deciden rentar o vender su parcela a grandes propietarios o constructoras que, poco a poco, invaden de ladrillo lo que hace años eran grandes extensiones de cultivo. Otras veces, el mismo abandono hace crecer maleza en las tierras de comunidades como Los Sauces, que ha reducido su superficie cultivable en más de 40 por ciento. La organización social de los campesinos supervivientes se ha venido abajo con los años: “El paternalismo del gobierno mexicano llevó a dar apoyos económicos por el simple hecho de ser campesinos de Morelos. La finalidad era quebrar la organización social e inhibir el anhelo de superación colectiva, toda vez que favoreció el individualismo, el conformismo y la mediocridad de cada uno de ellos. En otras palabras, mataron el espíritu zapatista que existía en cada uno”, afirma el coordinador de la Agencia de Desarrollo Sierra de Huautla, Tonatiuh González.
Para este ingeniero agrónomo egresado de la Universidad de Chapingo, las nuevas generaciones están tratando de retomar el control de su territorio a pesar de la losa política que han heredado. “La persecución por parte del Estado mexicano durante los años sesenta y setenta, que todavía perdura, hacia los líderes campesinos, obreros o estudiantiles, ha propiciado un pánico de acecho que culmina con la fabricación de cargos por los delitos de delincuencia organizada y narcotráfico. Hoy, en Morelos no existen movimientos sociales genuinos que velen por los intereses sociales y mantengan vivo el zapatismo”.
Nacho Valdés Neri es un campesino morelense de 58 años residente en Yautepec. Compartimos una agradable conversación en la casa de su hermana Teodora; ambos son nietos del célebre general zapatista Felipe Neri. El revolucionario trabajaba en un horno de tabiques en Chinameca cuando recibió la llamada de la insurgencia. Formó parte del cuerpo de dinamiteros y ganó fama por la rapidez de sus movimientos, hasta que las fuerzas zapatistas de Antonio Barona confundieron a Neri y sus hombres con tropas huertistas, acabando con su vida cerca de Tepoztlán. “El gran problema que existe en el campesino es la pobreza. No tiene medios para cultivar su tierra, no hay dinero, no hay maquinaria”, afirma Nacho. “Al final renta la tierra a los caciques, a los vividores del ejido, que suelen ser los mismos que dirigen el Comisariado Ejidal. Aquí en Yautepec los llamamos La mafia. El campesino jodido les pide un favor, lo hacen y lo apuntan. Les dicen: ‘Te ofrezco 10 mil pesos pero vota por mí’. A veces lo que ofrecen no es dinero sino una ambulancia, una despensa… Con cualquier gesto gana el voto, a veces basta con una palmadita”.
Nacho está convencido de que su destino está en el campo, aunque cada vez sea más difícil encontrarlo. Los últimos sorbos de café a su lado tienen un sabor amargo: “Están sembrando casas en lugar de plantas. El gobierno tiene controlado el precio de lo que se siembra y el campesino sólo recupera su inversión con la esperanza de que algún día el precio esté mejor…. Ya llevamos 100 años con esa esperanza”.
• • •
Un hombre camina junto a la carretera que cruza las llanuras semiáridas de Jonacatepec. Lleva una camisa a cuadros desabrochada, los pantalones recogidos por la rodilla y unos huaraches destrozados. El carro en el que viajo se acerca a él y su imagen se hace más nítida a través de la ventana. Al pasar a su lado alza la cabeza, eclipsada por un sombrero de paja. Tiene las facciones de piedra, la piel sudorosa y oscura, su mirada desgarrada. Recuerdo las últimas palabras de Lucio en las cumbres de Huautla: “Los pobres nunca dejan de estar en guerra”.
Constanza Reyes tiene 108 años y es una de las pocas mujeres supervivientes de la Revolución de 1910. Vive en la localidad de Huitchila, en un cuarto desolador con una vieja cama donde pasa acostada la mayor parte del día. Por ser viuda de un soldado zapatista recibe una pensión de 500 pesos mensuales. Es el precio fijado por el gobierno para compensar una vida de abandono a una edad en la que Constanza apenas ve, oye o habla. Hizo un gran esfuerzo para caminar unos pasos, sentarse en una silla y dejar un testimonio cuyo recuerdo se debilita con los años.
“Disculpe porque casi no me acuerdo… Discúlpeme... Sacaban de la iglesia a las señoras y se las llevaban quién sabe a dónde. Había tiroteos entre el gobierno y los zapatistas. Fueron a quemar las casas y las cosechas de maíz, decían que si nos hallaban nos iban a matar y nosotros subíamos a los cerros para escondernos. Sufrimos hambre, no había que comer en el campo, puros elotes comía la gente… Se acercaban a pedir limosna a mi abuelito y él compartía leche y maíz con los que no tenían… Mucha gente murió de hambre y enfermedad. Yo conocí a Zapata cuando tenía 25 años, luego no volví a verle más. Las hermanas de Zapata, Chucha y Luz, se fueron con mi mamá y las escondió. Las vestía con sus blusas y sus faldas largas y las ponía a hacer tortillas, allí, con los cabellos en la cara para que no las reconocieran. Ellas se pusieron tristes cuando decían que habían matado a Zapata, se pusieron a llorar. Les dijo mi mamá que no lloren, no ha de ser él. A los que decían que no era él los mataban, y los que sí, los dejaban libres. Pero no era él. Al que mataron le pintaron un lunar en la cara. No era el lunar de Zapata”.
Durante la Revolución, Constanza dio a luz a un niño al que llamó Delfino. El campo estaba devastado. Los campesinos que vivieron aquella época coinciden en señalar que fueron ellos mismos quienes salieron adelante, intercambiando semillas, prestando bueyes... Las fiestas transcurrían en silencio, amenizadas por el canto de maestros de escuela que ponían su voz para crear ambiente. Con el recuerdo de esa música y el trabajo de la tierra como jornalero, Delfino cumplió los 18 años. Conoció a una mujer, Rosalía Morales, que por unos minutos le recordaba que hay vida después del campo: “Le dije ‘te quiero’, y que si quería ser mi compañera. Pero pensaba yo: ‘¿Cómo me voy a casar si no tengo nada?’. Puedo arrear yunta, cargar fruta, todos esos trabajos ya los conocía. Pensaba en ese compromiso de casarnos y, yo, pues trabajaba más y más… más y más”. Cien años y 10 meses después del inicio de la Revolución, Delfino sigue trabajando, sin mujer y sin dinero. “Lo de siempre”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario