No debe extrañar. En tiempos recientes la oferta de la televisión estadunidense se ha vuelto mucho más atractiva que la mayor parte del producto hollywoodense que satura nuestra cartelera. La práctica monopólica ha llegado al punto en que Los juegos del hambre resulta de visión obligatoria hasta para quien no esté en interesado en verla. Mientras, el material más interesante es orillado al circuito alternativo
(de proyecciones pinches, casi siempre). Entonces, aunque parezca una traición a la cinefilia, encuentro preferible quedarme en casa a ver series que parecen hechas con el cuidado que antes merecían las producciones hollywoodenses. Es decir, muy bien escritas, con personajes complejos, varias subtramas y cargadas de implicaciones sociopolíticas.
Ya en su quinta temporada, Mad Men se ha convertido en un fenómeno susceptible de recibir premios –ganó el Emmy cuando éste antes se reservaba para series de televisión abierta– y generar imitaciones: tanto Pan Am como The Playboy Club, producidas por las networks, fracasaron en su intento de subirse al tren de la nostalgia sesentera. Y es que Mad Men es bastante más que una minuciosa recreación de las modas y costumbres del gringo blanco y clasemediero durante los turbulentos 60.
Desde la secuencia de créditos Mad Men establece el tono: la silueta de un hombre de traje se desploma entre estilizados edificios adornados por anuncios. Además de reproducir el estilo de diseño animado que hizo famoso a Saul Bass, la secuencia resume el dilema existencial de su enigmático protagonista, Don Draper (Jon Hamm), ejecutivo de probada –y despiadada– eficacia en el mundo publicitario.
Con una personalidad inventada a partir de un pasado turbio, Draper se mueve ostentando su categoría de macho alfa en un mundo poblado de personajes antipáticos que utilizan la traición, la hipocresía, el arribismo y la agresividad como modus vivendi. Tal vez el cinismo reinante parezca algo adelantado a su época, pero sí establece un agudo contrapunto comparado con el idealismo y los cambios sociales en plena efervescencia afuera de la oficina.
En ese contexto, hasta los niños se muestran neuróticos –al menos Sally, la hija mayor de Draper, lo es– y la única inocente en apariencia es Megan (Jessica Paré), la inusitada nueva esposa, quien quizás por ser francocanadiense no embona, hasta ahora, en los mecanismos deshonrosos de su entorno. Mad Men promete una temporada aún más sorprendente que la anterior.
Otro tipo de canibalismo, más literal, es la base dramática de The Walking Dead, derivada del cómic de Robert Kirkman que, a su vez, es una recuperación de la premisa original de La noche de los muertos (1968), el clásico de George A. Romero y piedra de toque en el género del horror. Como en aquélla, la trama se centra en un grupo de sobrevivientes que enfrenta un Apocalipsis zombi, donde todos los cadáveres resucitan para convertirse en implacables devoradores de carne humana. (Curiosamente, nunca se menciona el término zombi; a los monstruos se les llama walkers.) Asimismo, es el líder del grupo –el conflictuado sherif Rick Grimes (Andrew Lincoln)– quien debe cargar con las dudas, reclamos y sublevaciones de sus seguidores.
Recién concluida su segunda temporada, The Walking Dead –creada por el cineasta Frank Darabont, quien luego abandonó el proyecto– ha demostrado que, como Romero, no se tienta el corazón para sacrificar personajes sin importar que sean simpáticos, heroicos o inocentes, o parezcan fundamentales para la trama. Esa cualidad ha dado pie a dramáticas reflexiones sobre la moral y la ética en la lucha por la supervivencia. Por otro lado, hay suficiente acción gore para mantener entusiasmado al público juvenil. Ciertamente, la extrema violencia gráfica de la serie sólo es concebible en la tv de paga, pues los responsables se han esmerado en imaginar las formas más rebuscadas de eliminar a un zombi.
(Mientras la cartelera no diversifique su oferta, comentaré otras series meritorias en un próximo artículo.)
Twitter: @walyder
No hay comentarios.:
Publicar un comentario