Luis Linares Zapata / II
Es indispensable desentrañar
las rutas y los mecanismos seguidos en México para transferir la riqueza
generada por los trabajadores a los dueños del capital durante los
pasados 40 años. La proporción con la que repartía el ingreso nacional,
alcanzada a finales de la década de los 70 fue, en números redondos, 40
por ciento al trabajo y 60 por ciento al capital. Esta situación estaba
todavía lejos de considerarse equitativa o aceptable, pero fue fruto de
una tendencia con miras a una sociedad más equitativa.
De pronto, dicha tendencia se detuvo de golpe y empezó un proceso
inverso al anterior. El neoliberalismo había llegado, simultáneamente,
al poder en dos economías influyentes: la estadunidense y la inglesa. Y,
con esta ideología, durante décadas la dominante, la fuerza del capital
y sus aliados ideológicos, se impusieron sobre el factor trabajo. El
aparato financiero se volvió un centro mundial de especulaciones, cada
vez mayores, hasta desembocar en la terrible crisis de 2008.
El reparto de la riqueza ha llegado a límites que se preveían
imposibles de aceptar bajo cualquier mesura humana. La desproporción
alcanzada entre uno y otro de los factores en pugna es, en verdad, una
catástrofe humanitaria difícil de reconocer. Ochenta por ciento se lo
apropia el capital contra un magro, injusto 20 por ciento (y aun menos)
del trabajo. El famoso y aceptado índice de Gini, que mide la
desigualdad alcanzada en este país, revela niveles por completo alejados
de toda vida digna. México es un caso vergonzoso, insostenible a escala
mundial. El campo de posibles conflictos mayores entre clases se
agranda en la medida que se mantenga tan inequitativa situación.
¿Cómo se llegó a este desequilibrio, no sólo económico, sino también
social y ético que implica enormes tragedias individuales? Llegado a
esta crucial y dolorosa realidad hay urgencia de encontrar y revelar la
ruta seguida durante estos 40 años de neoliberalismo descarnado. Aquí va
un inicial esbozo. En un primer momento se inició la deliberada tarea,
clasista y difusiva, de desacreditar a las organizaciones creadas para
defender los intereses de los trabajadores. Los sindicatos, que una vez
fueron herramientas activas, pasaron a entenderse como nocivos para la
producción y la eficiencia. El liderazgo sindical se convirtió en piedra
de escándalo y corrupción. La confluencia de intereses entre patrones y
funcionarios públicos, en tribunales y juntas de avenencia, se
volvieron, en la práctica cotidiana, terribles centros de control y
manipulación. Los sindicatos, llamados blancos, proliferaron hasta
hacerse figuras comunes bajo la severa égida de los patrones. La Ley del
Trabajo se reformó de acuerdo con el mandato de los centros de poder,
reactivos a cualquier oposición que pusiera coto a la utilidad. Detrás
de las decisiones oficiales aparecía, descarnada, la llamada pistola del
Estado. El salario mínimo se sujetó al menor nivel posible, mediante
continuos decretos inapelables en oscuras sesiones de notables. Se
trataba de vender, sin tapujo alguno, trabajo esclavo para propiciar
inversiones crecientes.
La idea, se dijo y repitió, era elevar la productividad y hacerla
máxima de valor y juicio imparcial. Sólo de esta peculiar manera el
salario podía incrementarse. Sería, siempre, situado por debajo de la
inflación y asentado, nacionalmente, por la pesada y técnica autoridad
del Banco de México, celoso vigilante de la inflación.
La maquinaria se fue haciendo compleja y alcanzó una eficiencia
reconocible en su perverso cometido de transferir, año con año, cientos
de miles de millones de pesos de una clase (trabajo) a la otra
(capital). En 40 años consecutivos enormes flujos de riqueza cambiaron
de manos sin que hubiera explosiones que pudieran poner en riesgo la
estabilidad nacional. Pero eso sí, al dejar fuera del mercado a varias y
sucesivas generaciones de jóvenes, el crecimiento económico se estancó.
La expulsión de multitudes al exterior fue vista inevitable y hasta
conveniente válvula de escape para mitigar la presión social
concomitante. Millones de jóvenes mexicanos se exiliaron, principalmente
a Estados Unidos. La violencia criminal tuvo a su disposición un enorme
ejército de reserva disponible, con el cual pudo retar y hasta
sustituir las funciones gubernamentales. El amasiato del crimen con la
oficialidad se tornó imposible de disfrazar. Los partidos tradicionales
(PAN y PRI) perdieron funcionalidad electoral y recurrieron, para
mantenerse a horcajadas en el poder, al fraude masivo. Llegaron, en el
presente, al límite de la irrelevancia y la disfuncionalidad. Las
instituciones legales también fueron pervertidas y funcionales para el
sistema establecido hasta el punto de ser incapaces de impartir la
mínima justicia. Este proceso ocurrió a la vista de todos, sin disfraces
efectivos y una muy convenenciera crítica que, luego, se incorporó al
proceso.
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