El cinturón de los otros
DENISE DRESSER
Cuando Felipe Calderón argumentó que “tenemos que hacer más con menos”, por lo visto no se estaba refiriendo al gobierno. Cuando exhortó a un “extraordinario esfuerzo de austeridad y racionalización”, por lo visto sólo estaba dispuesto a impulsarlo a medias. Cuando aseveró que su gobierno “no pedirá un esfuerzo que no haya hecho antes en su propio ámbito”, resulta que en realidad no ha sido así. Porque el paquete económico anunciado hace unos días sin duda entraña un ajuste, pero en el cinturón de los otros. Implica sacrificios pero principalmente para la clase media y quienes sobreviven debajo de ella.
Se basa en la lógica de aumentar la recaudación para financiar al Estado, pero no contempla formas de adelgazarlo. Se trata, como lo ha argumentado el economista Enrique Quintana, de un esfuerzo desigual. Nadie duda que es imperativo repensar la forma en la cual el Estado mexicano recauda dinero y cómo lo gasta. Se ha vuelto urgente hacerlo, sobre todo ante la caída dramática de la producción en Cantarell.
El fin de la bonanza petrolera augura el principio de los cambios urgentes pero postergados. Durante décadas el petróleo había financiado la parálisis; había permitido que el Estado se pagara a sí mismo y a sus clientelas sin verse obligado a fomentar el crecimiento económico o la competitividad. El “excremento del Diablo”, como llamó al petróleo un ministro venezolano, desvirtuó el sistema económico y político de México al corromper instituciones, reforzar clientelas, financiar gastos superfluos y producir gobiernos que nunca se vieron obligados a depender de los impuestos cobrados a su población. Por ello no tenían que rendir cuentas; podían gastar sin transparentar, podían gastar sin justificar, podían gastar sin proveer explicaciones al respecto.
Ahora eso empieza a cambiar y enhorabuena. Ahora que el Estado comienza a quedarse sin recursos busca desesperadamente cómo encontrarlos, y por ello hurga en el bolsillo de los contribuyentes. De allí el alza en los impuestos; de allí el incremento en las tarifas; de allí el jalón al cinturón de tantos mexicanos. Pero ojalá que este afán impositivo lleve a un debate a fondo sobre cómo el Estado usa los recursos que le son transferidos y en nombre de quién. Ojalá produzca cuestionamientos profundos sobre la forma en la cual el Estado gasta y para qué. Ojalá promueva el surgimiento de un contexto de exigencia, seguido por la demanda colectiva de rendición de cuentas. Ojalá ningún mexicano piense que tan sólo habrá que pagar y callar. Porque al examinar la propuesta presentada, parecería que el gobierno está exigiendo más de lo que está dispuesto a ofrecer.
Parecería que busca recorrer la hebilla del cinturón de los contribuyentes, pero no mover la suya. Los recortes anunciados por parte del gobierno federal distan de ser suficientes y no queda claro que sean en los ámbitos necesarios. En la última década hemos presenciado un crecimiento desbordado –en 80%– del gasto público programable, como lo sugirió el economista Arturo Fernández en una audiencia en el Senado. Gasto canalizado a gobernadores dispendiosos y a líderes sindicales corruptos y a empresas públicas cada vez más ineficientes y a pensiones cada vez más onerosas. Una transferencia masiva de riqueza para mantener el statu quo y a sus beneficiarios actuales. Por ejemplo, la Comisión Federal de Electricidad –que cobra las tarifas más altas y ofrece los peores servicios– recibe un subsidio equivalente al doble del presupuesto de la UNAM.
Pemex tiene más trabajadores por barril que cualquier otra empresa petrolera y aunque la producción ha caído, la nómina ha crecido. El gasto estatal en el campo equivale a 45% de la producción agropecuaria, y proliferan los desvíos y la disfuncionalidad evidenciada recientemente por el programa Procampo. Las transferencias a los estados han aumentado cuando, como lo sugiere la Auditoría Superior de la Federación, es allí donde se encuentran las principales áreas de opacidad. Y mientras tanto, crece el presupuesto del Poder Judicial y del Instituto Federal Electoral y del Consejo de la Judicatura y del Tribunal Electoral del Poder Judicial, entre tantas entidades más.
Mientras se exprime a la población se mantienen los privilegios de la élite burocrática y sindical. Entonces, el esfuerzo exigido no resulta equitativo. El sacrificio pedido no resulta correspondido. El Estado demanda más de los contribuyentes, pero no ha construido la legitimidad necesaria para actuar así. Porque no basta con congelar algunos sueldos y fusionar algunas secretarías y reducir algunas misiones diplomáticas y disminuir algunos gastos de representación. La austeridad tiene que empezar por la propia casa y es allí donde al gobierno le falta actuar de manera más enérgica. Es allí donde debe tomar decisiones como frenar la construcción de un lujoso edificio para el Senado y exigir la devolución de los remanentes del presupuesto asignado para boletos de avión a cada diputado y reducir las prestaciones y eliminar los bonos y frenar los gastos crecientes en la promoción personal del Presidente y tantos gastos más Y quizás el ahorro en estos rubros no contribuya de forma fundamental a tapar el boquete de 300 mil millones de pesos que existe en las finanzas federales, pero sí significaría un cambio de actitud.
Mandaría un mensaje de equidad que falta enviar. Hasta ahora el gobierno de Felipe Calderón no ha llevado a cabo una labor de convencimiento convincente. Propone aumentar los impuestos, pero no aplica de manera paralela una política creíble de austeridad. Propone aumentar la recaudación, pero no se compromete a reducir de manera significativa el gasto. Propone que los mexicanos paguen más, pero no dice con claridad a dónde se destinarán esos nuevos recursos.
Y no es suficiente anunciar que los nuevos impuestos se usarán para combatir la pobreza. ¿Cómo saben los mexicanos que ese dinero no acabará financiando el nuevo yate de Carlos Romero Deschamps, o el próximo bono navideño de los consejeros del IFE, o la siguiente cirugía plástica de Elba Esther Gordillo, o la próxima campaña deplorable del Partido Verde, o la próxima campaña publicitaria de Enrique Peña Nieto, o el siguiente fideicomiso de la Secretaría de Hacienda? Para que eso no ocurra, el gobierno debe etiquetar cada peso recaudado, debe transparentar cada partida asignada, debe verificar cada meta anunciada. Si el gobierno quiere tener la credibilidad suficiente para apretar el cinturón de los otros, necesita comenzar con el suyo.
Se basa en la lógica de aumentar la recaudación para financiar al Estado, pero no contempla formas de adelgazarlo. Se trata, como lo ha argumentado el economista Enrique Quintana, de un esfuerzo desigual. Nadie duda que es imperativo repensar la forma en la cual el Estado mexicano recauda dinero y cómo lo gasta. Se ha vuelto urgente hacerlo, sobre todo ante la caída dramática de la producción en Cantarell.
El fin de la bonanza petrolera augura el principio de los cambios urgentes pero postergados. Durante décadas el petróleo había financiado la parálisis; había permitido que el Estado se pagara a sí mismo y a sus clientelas sin verse obligado a fomentar el crecimiento económico o la competitividad. El “excremento del Diablo”, como llamó al petróleo un ministro venezolano, desvirtuó el sistema económico y político de México al corromper instituciones, reforzar clientelas, financiar gastos superfluos y producir gobiernos que nunca se vieron obligados a depender de los impuestos cobrados a su población. Por ello no tenían que rendir cuentas; podían gastar sin transparentar, podían gastar sin justificar, podían gastar sin proveer explicaciones al respecto.
Ahora eso empieza a cambiar y enhorabuena. Ahora que el Estado comienza a quedarse sin recursos busca desesperadamente cómo encontrarlos, y por ello hurga en el bolsillo de los contribuyentes. De allí el alza en los impuestos; de allí el incremento en las tarifas; de allí el jalón al cinturón de tantos mexicanos. Pero ojalá que este afán impositivo lleve a un debate a fondo sobre cómo el Estado usa los recursos que le son transferidos y en nombre de quién. Ojalá produzca cuestionamientos profundos sobre la forma en la cual el Estado gasta y para qué. Ojalá promueva el surgimiento de un contexto de exigencia, seguido por la demanda colectiva de rendición de cuentas. Ojalá ningún mexicano piense que tan sólo habrá que pagar y callar. Porque al examinar la propuesta presentada, parecería que el gobierno está exigiendo más de lo que está dispuesto a ofrecer.
Parecería que busca recorrer la hebilla del cinturón de los contribuyentes, pero no mover la suya. Los recortes anunciados por parte del gobierno federal distan de ser suficientes y no queda claro que sean en los ámbitos necesarios. En la última década hemos presenciado un crecimiento desbordado –en 80%– del gasto público programable, como lo sugirió el economista Arturo Fernández en una audiencia en el Senado. Gasto canalizado a gobernadores dispendiosos y a líderes sindicales corruptos y a empresas públicas cada vez más ineficientes y a pensiones cada vez más onerosas. Una transferencia masiva de riqueza para mantener el statu quo y a sus beneficiarios actuales. Por ejemplo, la Comisión Federal de Electricidad –que cobra las tarifas más altas y ofrece los peores servicios– recibe un subsidio equivalente al doble del presupuesto de la UNAM.
Pemex tiene más trabajadores por barril que cualquier otra empresa petrolera y aunque la producción ha caído, la nómina ha crecido. El gasto estatal en el campo equivale a 45% de la producción agropecuaria, y proliferan los desvíos y la disfuncionalidad evidenciada recientemente por el programa Procampo. Las transferencias a los estados han aumentado cuando, como lo sugiere la Auditoría Superior de la Federación, es allí donde se encuentran las principales áreas de opacidad. Y mientras tanto, crece el presupuesto del Poder Judicial y del Instituto Federal Electoral y del Consejo de la Judicatura y del Tribunal Electoral del Poder Judicial, entre tantas entidades más.
Mientras se exprime a la población se mantienen los privilegios de la élite burocrática y sindical. Entonces, el esfuerzo exigido no resulta equitativo. El sacrificio pedido no resulta correspondido. El Estado demanda más de los contribuyentes, pero no ha construido la legitimidad necesaria para actuar así. Porque no basta con congelar algunos sueldos y fusionar algunas secretarías y reducir algunas misiones diplomáticas y disminuir algunos gastos de representación. La austeridad tiene que empezar por la propia casa y es allí donde al gobierno le falta actuar de manera más enérgica. Es allí donde debe tomar decisiones como frenar la construcción de un lujoso edificio para el Senado y exigir la devolución de los remanentes del presupuesto asignado para boletos de avión a cada diputado y reducir las prestaciones y eliminar los bonos y frenar los gastos crecientes en la promoción personal del Presidente y tantos gastos más Y quizás el ahorro en estos rubros no contribuya de forma fundamental a tapar el boquete de 300 mil millones de pesos que existe en las finanzas federales, pero sí significaría un cambio de actitud.
Mandaría un mensaje de equidad que falta enviar. Hasta ahora el gobierno de Felipe Calderón no ha llevado a cabo una labor de convencimiento convincente. Propone aumentar los impuestos, pero no aplica de manera paralela una política creíble de austeridad. Propone aumentar la recaudación, pero no se compromete a reducir de manera significativa el gasto. Propone que los mexicanos paguen más, pero no dice con claridad a dónde se destinarán esos nuevos recursos.
Y no es suficiente anunciar que los nuevos impuestos se usarán para combatir la pobreza. ¿Cómo saben los mexicanos que ese dinero no acabará financiando el nuevo yate de Carlos Romero Deschamps, o el próximo bono navideño de los consejeros del IFE, o la siguiente cirugía plástica de Elba Esther Gordillo, o la próxima campaña deplorable del Partido Verde, o la próxima campaña publicitaria de Enrique Peña Nieto, o el siguiente fideicomiso de la Secretaría de Hacienda? Para que eso no ocurra, el gobierno debe etiquetar cada peso recaudado, debe transparentar cada partida asignada, debe verificar cada meta anunciada. Si el gobierno quiere tener la credibilidad suficiente para apretar el cinturón de los otros, necesita comenzar con el suyo.
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