Según relatan en el documental, algunos de los sobrevivientes de la hecatombe de salud pública, el estupor fue entonces mayúsculo. Nada en el pasado había preparado a una comunidad específica para un flagelo de difícil identificación y de origen tan incierto, cuyos efectos derribaban brutalmente el ánimo y la apariencia física de estadunidenses de clase media convencidos, hasta el momento, de vivir en el mejor de los mundos posibles. En su breve relato de 1987, The way we live now
(La manera en que vivimos ahora), publicado en la revista The New Yorker, la escritora Susan Sontag refiere el impacto de la epidemia del sida en un grupo de amigos, uno de los cuales señala: Hay en todo esto algo mórbido a lo que me voy acostumbrando y que de algún modo me excita, esto debe ser un poco lo que la gente en Londres sintió durante el Blitz, el bombardeo devastador
.
A 30 años del inicio de la tragedia, y convertida ya la amenaza mortal en padecimiento crónico, Nosotros estuvimos aquí es el recuento dramático de los primeros años de la epidemia desde el punto de vista de los amigos y amantes que sobrevivieron (uno de cada diez, según un cálculo moderado) a las víctimas fallecidas pocos meses después del diagnóstico. El terror de los primeros síntomas, tan brutales como inexplicables; el irreversible deterioro físico, antesala del infierno moral vivido por jóvenes prematuramente envejecidos; una incomprensión social que rápidamente escaló a la mezquindad y al rechazo irracional; la condena combinada de los poderes políticos y eclesiásticos que se sumó a las atrocidades clínicas padecidas, todo esto es parte del documental de Weissman, y también un eco algo lejano frente al clima de relativo bienestar que viven hoy los infectados por VIH en sociedades industrializadas con acceso a medicamentos altamente efectivos.
Lo que el documental no refiere, y esta es tal vez su limitación mayor, es la aguda disparidad entre estas sociedades y la inmensa mayoría de los afectados en países en desarrollo, donde los enfermos viven hoy una situación apenas distinta a la que vivieron hace tres décadas los estadunidenses infectados, esas mismas personas cuyos obituarios se multiplican en la pantalla. La insistencia en un testimonio personal, clonado en percepciones comunitarias, difumina en su reflexión etnocéntrica las contradicciones sociales y el carácter global de la pandemia. Esto, que era posible y explicable en las primeras cintas sobre el sida y sus efectos devastadores inmediatos, resulta hoy incomprensible. Con la distancia temporal que hoy tienen el realizador y sus espectadores, no es posible dejar de lado una reflexión más racional y menos autoconmovida. Los testimonios agotan su poderío evocador en un solipsismo sentimental, harto entendible, pero en definitiva estéril. Basta recordar la fuerza de documentales como Lenguas desatadas (Tongues untied, 1989), del afroestadunidense Marlon Riggs, o Silencio=muerte (1990), de la polémica cineasta alemán Rosa von Praunheim, o las vigorosas ficciones de Norman René (Juntos para siempre/Longtime companion, 1990), o de Mike Nichols (serie televisiva Ángeles en Ámerica, 2003), a partir de la obra teatral homónima de Tony Kushner, para calibrar la relativa pérdida de un punto de vista dinámico y realmente crítico capaz de ofrecer hoy la crónica definitiva de aquellos años y el impacto de una comunidad homosexual, que en medio de la devastación y de la pérdida exponencial de los seres queridos, tuvo en la movilización política por su sobrevivencia una victoria moral incontestable. Nosotros estuvimos aquí es apenas el esbozo de esa crónica pendiente.
Se exhibe hoy a las 21:45 horas en el cine Diana. Mayores informes sobre la programación del festival, en: www.dhfilmfest.com.mx.
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