Editorial La Jornada
La deuda externa del sector público se encuentra en niveles históricamente bajos, afirmó el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, durante el mensaje emitido anteayer con motivo de su quinto Informe de gobierno. Pero tal afirmación no guarda relación alguna con los datos que se desprenden del documento entregado un día antes a la Cámara de Diputados: de acuerdo con información de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público contenidos en los anexos estadísticos del Informe presidencial, durante la década de administraciones federales panistas el país ha transferido al extranjero recursos públicos por 374 mil 929.5 millones de dólares –monto que supera, por ejemplo, al ingreso de divisas en el mismo periodo por inversión extranjera directa— para la amortización de la deuda pública externa, una buena parte de los cuales –más de 76 mil millones de dólares– fue destinada al pago de intereses . No obstante ello, la deuda externa del sector público no se ha reducido, sino todo lo contrario: entre diciembre de 2000 y junio de 2011 el pasivo se incrementó de 70 mil 260 millones de dólares a 107 mil 396.2 millones de dólares en junio de 2011, lo que representa un aumento de más del 52 por ciento.
Los datos comentados demuestran, por añadidura, el carácter nefasto de esa forma de endeudamiento, la cual en nada ha contribuido para superar el estancamiento económico y los rezagos sociales históricos en el país: aunque el gobierno mexicano ha cumplido puntualmente con el pago de sus obligaciones –como lo demanda la preceptiva neoliberal a la que se aferra el grupo en el poder–, incluso a costa de sacrificios para la población, el monto total del débito sigue creciendo y se sigue pagando.
Para las economías débiles y dependientes, como la nuestra, las condiciones leoninas de contratación de deuda que suelen imponer los acreedores financieros internacionales –en lo que constituye una forma de usura a gran escala– no sólo implican la erogación de dinero que bien podría utilizarse para otras tareas fundamentales –la construcción de obras de infraestructura, la modernización de la economía, la reactivación del campo y la mejora de los servicios públicos, por citar sólo algunas–, sino que terminan por constituir una sangría permanente de recursos públicos que van a parar a las bóvedas del capital financiero mundial.
Con estas consideraciones en mente, resulta poco responsable la actitud asumida por los encargados del manejo económico nacional, quienes suelen minimizar en el discurso la continuidad de un problema que, como puede verse con las cifras oficiales, persiste y se ha venido agravando en años recientes. En retrospectiva, es inevitable concluir que la cacareada política oficial de convertir la deuda externa en deuda interna –un rubro que, por otra parte, se ha multiplicado en más del 350 por ciento en la última década— no ha servido más que para aumentar la deuda a secas, y para comprometer la entrega de una importante cantidad de recursos públicos en el futuro.
En éste, como en otros ámbitos de la conducción económica nacional, es necesario un cambio de rumbo que permita al país frenar, o por lo menos disminuir sustancialmente, su ritmo de endeudamiento externo; que reoriente los recursos públicos al desarrollo del mercado interno –pues es claro que una economía nacional estable no se puede construir cuando está encadenada a prácticas usureras— y que permita liberar a nuestro país de un fenómeno que en otras épocas lo ha llevado a escenarios de pesadilla.
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