Editorial La Jornada
cansadode que
uno los agarra, los agarra, los agarra(a los presuntos criminales) y
los jueces los sacan, los sacan, los sacan. La queja fue formulada en relación con Néstor Moreno Díaz, presunto defraudador de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), arrestado el sábado y liberado horas más tarde por mandamiento de la juez Taissa Cruz, la cual acató una suspensión emitida un mes antes en favor del acusado. Ese mismo día, el consejero de la Judicatura Federal Juan Carlos Cruz Razo afirmó que los señalamientos de Calderón, formulados
sin fundamentoy
por consigna,
atentan contra la estabilidad nacional. Olga Sánchez Cordero, ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), sostuvo que los jueces que conocieron el caso de Moreno Díaz
actuaron estrictamente conforme a derechoy destacó la importancia de
que las averiguaciones estén bien integradas, que tengan las pruebas y las evidencias suficientes, para que la Procuraduría General de la República (PGR) pueda obtener una sentencia condenatoria.
Aunque ayer Calderón Hinojosa aseguró que no pretende confrontarse con ningún poder, el daño está hecho: en la percepción ciudadana, el Ejecutivo y el Judicial se culpan mutuamente por la escandalosa impunidad que prevalece en el país y ello afecta la credibilidad y la autoridad de las instituciones en su conjunto. Independientemente de cuál de las partes esté en lo correcto en el caso específico de Moreno Díaz, el hecho es que el gobernante michoacano transgredió, con su señalamiento, el debido proceder institucional: si consideró que la juez Cruz faltó a su deber o quebrantó las leyes, el sitio adecuado para expresarlo no era una charla por Internet; en todo caso, debió actuar por las vías legales correspondientes contra la juzgadora.
Erró también la puntería Calderón al afirmar que lo que verdaderamente daña la estabilidad o seguridad del país es la impunidad
o la opacidad
y la corrupción
. Si tales asertos son, en principio, correctos, la catastrófica circunstancia actual es producto, en primer lugar, de la implantación y perpetuación de un modelo económico que desemboca, en forma irremediable, en la profundización y generalización de la corrupción y en la promoción del delito. La obscena concentración de la riqueza, la generación de millones de pobres y desempleados, el saqueo –alentado desde las esferas gubernamentales– de los recursos naturales y demás riquezas de la nación, así como el nulo interés oficial ante las agudas necesidades de extensos sectores de la población en materia de alimentación, salud, educación, vivienda, servicios, cultura, deporte y esparcimiento, tenían que provocar, a la larga, estallidos de violencia y desintegración y descomposición institucionales.
En el orden táctico, la actual administración optó por enfrentar a la creciente delincuencia mediante una política de seguridad pública espectacular, pero dirigida únicamente a los síntomas, y no a la raíz del problema. De ahí que los operativos policiales, los despliegues militares, la reducción de hecho de las garantías individuales y, en general, la percepción simplista de la delincuencia organizada hayan generado resultados contrarios a los esperados: que año con año se incremente la cifra de muertes relacionadas con la guerra declarada por el propio gobierno y que el poder público haya perdido el control territorial de regiones y entidades. Para colmo, en el curso del conflicto se ha puesto en manos de agencias policiales y de espionaje del gobierno de Estados Unidos –un aliado poco confiable y que suele apostar a bandos enfrentados, como ha podido constatarse– aspectos irrenunciables de la seguridad del país.
En tal panorama, los encontronazos declarativos entre instituciones y la siembra de desconfianzas entre ellas debilitan aún más al poder público y hacen evidente la carencia de una política de Estado en seguridad pública, seguridad nacional y combate a la delincuencia.
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