MÉXICO, D.F. (Proceso).- Está en cartelera en la Ciudad de México –y seguramente en todo el país– una cinta germano-canadiense cuya trama me condujo inmediatamente a pensar en Lydia Cacho. La cinta es dirigida y protagonizada por mujeres: Larysa Kondracki y Rachel Weisz, quien interpreta a una mujer policía de Nebraska que se enrola en las fuerzas especiales de la ONU en Bosnia para restañar las heridas dejadas por la salvaje limpieza étnica causada por el intento de Belgrado de impedir la partición de Yugoslavia.
No tarda, apenas llega a Sarajevo, en advertir que algo anda mal en la delegación policial y castrense de que forma parte. Termina descubriendo que varios compañeros suyos son integrantes de una banda, encubridora y aun cómplice de otra que practica la trata de mujeres, niñas algunas de ellas. Intenta impedir que se someta a explotación sexual a estas “esclavas del poder” –para decirlo en el lenguaje de Lydia Cacho, quien tituló de ese modo su sobrecogedor libro sobre esa materia. Le horroriza la situación, y más le angustia e indigna que eso ocurra en una fuerza de paz del máximo organismo internacional.
Los bandoleros uniformados consiguen echarla de la misión. Pero ella a su vez logra documentar los casos en que han participado esos desleales servidores de la ONU, contratados por una tramposa organización dizque civil, Democra, que es en realidad la mampara para la práctica de toda clase de negocios, sean lícitos o no. Obtiene, para su bien, el apoyo de la delegada del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de esa organización, encarnada óptimamente por Vanessa Redgrave. Puede denunciar el caso en Londres, sede de Democra, a través de la BBC. No logra que se castigue a los responsables de tan horrendas prácticas, protegidos desde muy arriba, pero los pone al descubierto y hace que se repare en que las misiones de paz de la ONU no necesariamente están compuestas de ángeles con cascos o boinas azules, para que mejoren los mecanismos de reclutamiento y vigilancia.
Volvía a pensar en la autora de Los demonios del edén el miércoles pasado, cuando un magistrado federal sentenció a Jean Succar Kuri a 112 años de prisión y borró los ridículos 13 que se le habían impuesto en primera instancia. El caso no está cerrado en definitiva, porque seguramente el afectado y los poderosos que lo rodean promoverán un amparo contra esa resolución de un magistrado probo que atendió la apelación de la Procuraduría General de la República, por una vez merecedora de un aplauso incondicional.
Todo el mundo sabe de qué se trata. Un empresario radicado en Cancún, Jean Succar Kuri, fue denunciado en 2003 por corrupción de menores y pederastia y pornografía infantil. Antes de que prosperara la acusación en su contra, logró huir a Estados Unidos. Se refugió en Arizona, donde en febrero de 2004 se le detuvo a pedido mexicano a fin de que fuera extraditado para juzgarlo en México. Más de dos años después –pues el entonces indiciado contaba con poderosos apoyos que se conjuntaron para impedir o al menos demorar su extradición– fue traído a México, en julio de 2006.
En el entretanto, su caso había alcanzado dimensión pública. La periodista y activista civil Lydia Cacho (quien mantiene en Cancún un centro para la atención de mujeres víctimas de violencia) entrevistó a las niñas ultrajadas por Succar Kuri y a sus familiares, y con dotes de investigadora y escritora no desplegadas hasta ese momento compuso el libro Los demonios del edén. No se limitó a reproducir los pormenores judiciales del caso, sino que su indagación la llevó a descubrir una red de intereses de toda laya en torno del pederasta. Uno de los integrantes de esa red, el más comprometido con el acusado, su sostén y amigo Kamel Nacif, la demandó por daño moral debido a su inclusión en el libro, aparecido a mediados de 2005. Presentó su demanda en Puebla, lugar de su residencia, y no en Quintana Roo, domicilio de la autora, ni en el Distrito Federal, sede mexicana de la editorial Grijalbo que publicó el libro.
Lo hizo en Puebla, gobernada por Mario Marín, a cuya campaña electoral había contribuido. Favor con favor se paga, juzgó el industrial de la mezclilla. Y tuvo razón en su propio provecho. Logró que Marín acogiera con entusiasmo su demanda y la hiciera progresar en tribunales locales que le estaban sometidos.
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