Cristina Pacheco
Entre
la dictadura del despertador y la carrera a la estación, se llevaron a
cabo las ceremonias domésticas de siempre en todas sus conjugaciones.
Un lunes como todos.
En el metro, los personajes nuestros de cada día: niños
somnolientos, muchachas maquillándose, vendedores de rosas embalsamadas
en sarcófagos de papel celofán, beatas con sus santos a cuestas,
solitarios ávidos, mujeres con sus vidas difíciles asomando por sus
ojos opacos llenos de sueño y sin sueños, las quejas contra las
frecuentes interrupciones del servicio. Aunque lo saben, los pasajeros
se preguntan a qué se deberán. Al fin todos comparten la contrariedad y
la espera.
En el túnel largo y oscuro, un movimiento del vagón significa para
miles de personas la esperanza de presentarse a tiempo al curso de
verano, la fábrica, la refaccionaria, el consultorio, la lonchería, el
taller, el salón de belleza, el dispensario, el tianguis, el estudio
fotográfico, la distribuidora de cosméticos: una inmensa nave mil veces
dividida en secciones.
II
Las mujeres que trabajan allí van directamente hacia al
reloj. Cumplido el requisito de checar la tarjeta, se dirigen al
vestidor improvisado donde están las batas azules –todas inventariadas–
con una florecita de lis y sus nombres bordados con hilo metálico:
Anahí, Jade, Hortensia, Jezabel, Flor, Águeda, Carmina.
En cosa de segundos las muchachas se apropian de sus batas. La única
prenda que continúa en su sitio es la de Carmina. Al verla, sus
compañeras se resisten a aceptar que haya muerto el viernes, a punto de
cumplir 40 años de edad, por causa de un infarto masivo. Entre Anahí,
Jade, Hortensia, Jezabel, Flor y Águeda dibujan el retrato de Carmina a
base de recuerdos: “De tan buena estatura…” “Y el pelo…” “Lo mejor eran
sus ojos…” “Era frondosa nada más…” “Tenía bonitas piernas…”
La muy tonta siempre andaba diciendo que era fea.
Al final sacan a relucir desde sus hábitos en el trabajo hasta su
obstinado silencio. Entre esos dos paréntesis queda toda una vida que
nadie conoció, excepto que alegraban a Carmina la esperanza de
reconciliarse con su madre y la compañía de un perrito: Canijo.
Anahí se pregunta qué será de ese animal ahora que su dueña ha
fallecido. Jade siente lástima por la orfandad en que ha quedado el
animal. Hortensia dice que si pudiera lo adoptaría. Jezabel lo imagina
aullando mientras busca y espera a su dueña. Flor da por segura la
muerte de Canijo.
Suena la chicharra que marca el principio de la jornada. En la
distribuidora de cosméticos transcurrirá un lunes como todos, excepto
por la falta de Carmina. Quedan de ella su bata con una flor de lis, su
nombre y su lugar vacío ante la mesa de trabajo. Al verlo, sus
compañeras se preguntan quién llegará a ocuparlo.
Imaginan, suponen…
Sin advertirlo han empezado a olvidar a Carmina, a sepultarla por
segunda ocasión.
Descanse en paz.
III
El departamento l2 está en el cuarto piso. En su única
recámara sigue encendida la lamparita del buró. La luz que se filtra
por la ventana entornada minimiza la potencia del foco ahorrador y
acentúa la penumbra. Sobre la cama están un suéter, un paraguas y,
entreabierta, una bolsa de charol con boletos del Metro, un paquete de
pañuelos desechables, una nota de la tintorería, un estuche de
cosméticos con una flor de lis y un apunte garrapateado en un trozo de
papel:
Pasar al súper por huevos, aceite, pan de gluten, pinol y croquetas.
Una mesa lateral ocupa más espacio que el resto de los muebles.
Soporta una televisión con funda de plástico, una grabadora, una
columna de cedés en riesgo de caer, el periódico del
supermercado con las ofertas de la semana y un recetario de bajas
calorías. Quedó abierto en el menú del sábado:
Sopa de col, brochetas de hongos y pan de gluten.
En la única pared donde no hay ropa colgada en ganchos luce un
cuadro con la Virgen del Perpetuo Socorro. La custodian una marina y el
retrato, sin dedicatoria, de una mujer adusta. Debajo está el espejo
donde rebotan los rayos de sol que entran por la ventana.
Lo único vivo en esa habitación es un perrito de pelo corto, blanco.
Indiferente a sus dos tazones (agua y croquetas) camina despacio, da
vueltas, se mete debajo de la única silla y reaparece con un hueso de
plástico en el hocico, salta a la cama y olfatea la bolsa con los
boletos del Metro, el paquete de pañuelos desechables, la nota de la
tintorería y el apunte garrapateado:
Pasar al súper por huevos, aceite, pan de gluten, pinol y croquetas.
Fatigado, el perro desdeña el paraguas y se echa encima del suéter
que aún conserva el olor de su ama. Se revuelca sobre él, le hunde el
hocico, le clava las uñas, lo muerde, lo humedece con su saliva.
Repentinamente suspende su actividad para seguir atento, con las orejas
levantadas, el rumor de unos pasos en la escalera. Brinca al suelo,
corre a la puerta, la araña, agita el rabo, espera.
Todo queda en silencio otra vez. El animal retrocede, se rasca una
orejita, sacude su pelambre, regresa a la cama, se tiende a esperar, se
adormece y lanza breves quejidos. Tal vez el perro de cabello corto,
blanco, sueñe que su ama le habla con las mismas palabras de otras
tardes al volver del trabajo: “Canijo: ¡ven, córrele! A que no
sabes lo que te compré”. Un trueno lo despierta y lo pone en guardia.
Sentado sobre las patas mira hacia la ventana. A medio abrir, deja
pasar las primeras gotas de una lluvia que se prolongará la noche
entera de un lunes como todos.
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