8/09/2014

La importancia de las palabras

Las palabras escuchadas en la infancia nos otorgaron el derecho a ser lo que elegimos ser o nos inscribieron en el embozado aprendizaje de rechazarnos.

Cada vez me sorprende más escuchar cuando alguien dice: “Qué importa, son palabras”. “Le das demasiada importancia a las palabras”. No logro dilucidar el significado de esas frases. ¿Cómo sería exactamente darle demasiada importancia a las palabras? ¿Cómo sería vivirlas en su “justa medida”? ¿Cuál sería esa experiencia, esa ocasión en la cual las palabras no importan? No caminamos por el mundo con un palabrómetro, pero me parece muy rotundo que las palabras nos son fundamentales, estamos hechos de palabras. En la vigilia y en el sueño. Nacidos en la lengua que nos precede, en la lengua que recreamos todos los días.


Pensamos, nos acercamos a los otros, o nos alejamos con ellas. Con ellas construimos la posibilidad de entendernos, si de ambos lados sabemos cuidarlas. La intimidad se construye –en mucho- con palabras. Y amistad, y la ternura, y cada forma de amor. Es cierto, que esas mismas palabras  a veces acarician y a veces golpean. ¿Qué hacemos con ellas? ¿Qué nos hacen con ellas? Es cierto que las palabras traen consigo la posibilidad del malentendido y la posibilidad de mentir.

Es cierto que cantidad de personas están dispuestas a malbaratar las palabras. Si escuchamos el discurso político en su versión anquilosada y falsa: la de las grandes promesas y los grandes compromisos que se van al agua, ese discurso de la repetición de lugares comunes continuamente traicionados por los actos. Por la desmemoria. Por esa forma de desdén y de abuso inscrito en la manipulación o en sus intentos, es cierto entonces que podríamos concluir que las palabras no importan.  ¿Qué importan las palabras de un/a mentiroso/a compulsivo?

Que las palabras estén obligadas a servir a amos indignos, no les quita ni un milímetro de su importancia. Como no dejan de ser vitales el aire y el agua, por el hecho de que insistamos en contaminarlos. Sé de una niña que no entendía las palabras que le decía su madre. Es decir, sí conocía los significados, pero no lograba comprender ni su desdén, ni su crueldad. Aquel discurso rechazante resultaba tan destructivo y se le estaba tatuando en la piel de tal manera, que tuvo que inventarse un juego al que le llamaba “del revés”. Contaba las palabras cada vez que su madre le decía algo desagradable: “No mereces que nadie te quiera”. “Seis palabras”, pensaba la niña. Y comenzaba a separarlas en sílabas. “Diez sílabas”, pensaba la niña. “Con la misma energía me podría haber dicho: ‘Cómo te fue mi niña querida’. Las mismas cinco palabras. Las mismas diez sílabas”.

Este juego que podía ser muy demandante cuando la madre decía muchas frases, le permitía tener una distancia con el daño, e intentar revertirlo. Convertir el arañazo en caricia, o por lo menos intentarlo. Había algo en el separar las palabras feas en sílabas, como quien las corta con hachazos mentales, y después bordar las palabras anheladas en su lugar, que le devolvía una cierta dignidad. Se hizo, por supuesto, una lectora muy ávida.

Estas marcas de infancia son una evidencia del peso de las palabras: Esas frases que a una/o le dirigieron, o que una/o escucho por accidente y que terminan siendo tan definitivas en una vida. A veces, sin que siquiera nos demos cuenta. ¿Nos damos cuenta? Como esa escena tremenda que narra Rosario Castellanos  en Balún Canán, cuando la madre destrozada por la muerte de su pequeño hijo se lamenta de que la desgracia se haya abatido sobre su hijo varón. La otra posibilidad hubiera sido la hija. La niña escuchó a su madre retirándole su deseo de vida.  Casi como una maldición.


Esas palabras oscuras que nos persiguen como un designio: “Eres una tonta”, “Tu hermano es guapo porque se parece a mí, tu eres fea como la familia de tu padre”. “Eres un/a inútil”. “Jamás vas a lograr lo que te propongas”, “Tus sueños son puras tonterías”. “Eres una niña malvada”. “No tienes ninguna imaginación”. “Tu naciste para sufrir”. “Te pareces a mí, todo nos sale mal”.  “Los hijos son una carga, no entiendo para qué me metí en esto”.  “Me ha costado trabajo quererte, me imaginaba un/una hijo/a muy diferente”. “¿A ti quién te podría querer, ya te miraste en el espejo?”. “¿Dónde vas a terminar? Eres una fácil?”.



Carrington

O esas palabras luminosas y tan cotidianas que nos sostienen una entera vida: “Qué sencillo es amarte”. “Qué bonito bordado, eres muy hábil con tus manos”. “Sabes resolver tus problemas con mucha inteligencia”. “A las personas sensibles como tú, la vida los llena de regalos”. “Estoy tan orgulloso y feliz de que seas mi hija”. “Este niño está lleno de dones”. “Qué linda es tu risa”. “Tu felicidad me hace feliz”.  “Acá estoy para ti, aunque a veces me tarde en entender”. “Te amo aunque a veces me cuesten trabajo nuestras diferencias”. “Mira cómo te quieren tus amigas/os”.
Elijo los extremos: Las palabra que otorgan certidumbres o que nos las arrebatan. Nos regalan nubes, esperanzas, caminos dignos por andar, o nos despojan.  Las palabras escuchadas en la infancia nos otorgaron el derecho a ser lo que elegimos ser o nos inscribieron en el embozado aprendizaje de rechazarnos. Nada que no sea curable, por supuesto. A las palabras de los orígenes, podemos irlas transformando. Deconstruir.  Ese ejercicio de domar ciertos aprendizajes, y revertirlos.

Pero ¿de veras soy tan malvada y tan inútil? ¿De dónde saco esa idea? ¿De veras soy tan torpe y tan incapaz? ¿Podría ser verdadero algo tan ridículo como que no merezco que nadie me quiera? ¿Quién lo dijo? ¿Quién me lo murmura o me lo grita ya no desde afuera, sino desde adentro de mí? La introyección de aquel lenguaje que nos hizo sentirnos seres amables. La introyección de aquel lenguaje que nos hizo sentir que si caminábamos, corríamos el riesgo de que abriera la tierra y nos tragara.

El lenguaje discriminatorio es otra prueba triste de la importancia de las palabras. “Tu hermana es blanquita y tu no”. “Me saliste indio”. “No estés joteando”.  “No andes de zorra”. El daño de las palabras elegidas para denigrar es grave y de largo aliento, sin embargo, con frecuencia una escucha esas burlas hacia “lo políticamente correcto”, y esos argumentos repetidos: “Son sólo palabras”, “es un chiste”. “No aguantas nada”.


Todos somos portadores de características que pueden ser estigmatizadas. Todos sin excepción. No nos detenemos a pensarlo, si estamos dispuestos a denigrar a otro. Lo que tengo comprobado es que no todas las palabras crueles tienen el mismo peso para cada persona, pero que para todos hay palabras que dañinas e insoportables. Las que duelen directamente en la piel. Esa misma persona que hace un chiste misógino y lo celebra a carcajadas y nos explica que “sólo son palabras”, “exageras”, le dará un gran peso a esas palabras cuando le están dirigidas justo allí donde le duele.  Quizá su insoportable sería una burla racial, o religiosa. Una burla a su cuerpo, a su clase social, a su acento.  Allí sí que las palabras le importan. Simplemente, porque siempre importan.



Camille Claudel


Si las palabras no fueran importantes, ¿por qué una haría esfuerzos para escucharlas? ¿Cómo podría una de veras intentar entender lo que nos explican si ese vehículo –las palabras- que nos transmite los mensajes, no tiene demasiada importancia? ¿Qué es la poesía sino la meticulosa elección de cada palabra, durante horas y días y meses, a manera de que cada una de ellas sea exactamente la palabra indispensable, colocada en el exacto lugar que le corresponde? ¿Qué es una terapia o un proceso psicoanalítico sino la búsqueda de las palabras verdaderas, de las más honestas, y exactas y –aunque amenazantes- las más nuestras? ¿Quién no ha vivido la intensidad de un “te amo tanto”? ¿Quién no ha esperado por años para ofrecer un: “Perdóname” indispensable, o para escucharlo? Y todo lo que se transforma, se sana, se acomoda, con tan breves palabras.


Decir que las palabras no son tan importantes, me parece malbaratarlas. Correr el riesgo de decir cualquier cantidad de insensateces, y en el peor de los casos, de crueldades. La mayor parte del tiempo, una/o elige cuando habla y cuando escribe. ¿Por qué estas palabras y no otras? Hablamos y a veces nos escuchamos ser hablados. También eso pasa. Nos llegan a la cabeza palabras que nos sorprenden, que no sabemos de donde vienen. A veces escuchamos que recién acabamos de decir frases completas que vivimos como ajenas, como si alguien nos las hubiera dictado. No nos reconocemos en nuestras palabras.

Es cuando habla esa parte nuestra desconocida, retruecanosa, inconsciente. Esas palabras “accidentales” son, no sólo importantes - a pesar de su apariencia “accidental”- sino muy interesantes (para nosotros mismos) de escuchar.  De esos momentos en donde una se dice: “A ver, creo que tengo que revisar mis mapas, según yo ando en las playas de Oaxaca, y por acá algo me dice que estoy perdida en la Patagonia Austral”. Valga la metáfora.

Las palabras que se dijeron de más en una familia. Y tantas, tantas que se dijeron de menos. Ese no dicho que entreteje los “secretos” familiares, secretos que se llevan casi siempre a voces,  una sabe, una percibe, una necesitaría las explicaciones, los datos, las fechas. Algo sucedió: algo demasiado doloroso, demasiado amenazante, demasiado humillante. Algo grave. Lo callamos para desaparecerlo, y el silencio termina concediéndole una sobre existencia. Sabemos que “eso”, vago, angustiante, está, y sabemos que está prohibido concederle las palabras indispensables.

Las palabras tienen sus tiempos. El diván es un entrenamiento con respecto a esos tiempos. El amor, también, todo amor. Quizá hoy una no puede nombrar, pero entonces será mañana, pasado, algún día. Nombrar es indispensable, porque las palabras son indispensables.

Cuidar las palabras. Honrarlas. Hacer ejercicios con ellas. Acariciarles la espalda. Peinarles los cabellos o desgreñárselos. Saborearlas. Respetarlas muchísimo, porque somos responsables de las palabras que elegimos. Porque aceptar su importancia es una manera de cuidar a los demás, y de cuidarnos. De dignificar a los otros, y de dignificarnos.

Somos seres hablantes.
Antes y después que todo: seres por y para las palabras.
PABLO NERUDA Y SU HOMENAJE A LAS PALABRAS

"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Que buen idioma el mío, que buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras".

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