6/23/2023

Ebrard, el neoliberal

Fabrizio Mejía Madrid

Arranco esta columna con una confesión: pensé que las campañas para decidir quién representará a la 4T en la encuesta que se realizará en septiembre tendrían un consenso ideológico. Pero, ya desde el inicio, resulta que no. Las propuestas que ha hecho el excanciller Marcelo Ebrard son todo menos obradoristas. Su lema “Sonríe, todo va a estar bien”, es todo menos propositivo o, incluso, un llamado a actuar. La frase que llama a sonreír sin ocuparse de problema alguno, es neoliberal en el sentido en que deja a los expertos y los políticos profesionales la responsabilidad de que sigas sonriendo. No hay un llamado a la acción que es justo de lo que se trata el obradorismo: de la intervención directa de los que respaldan el cambio.

 Tenemos decenas de ejemplos en lo que va del sexenio de López Obrador: la lucha contra el huachicol, que requirió del sacrificio de millones de automovilistas que tomaron la espera en la fila como parte del apoyo al Presidente; las concentraciones a favor de la ley eléctrica con la lista de los diputados traidores que impidieron que México decidiera sobre su soberanía energética; o en contra de la corrupción de los jueces, apostados en un plantón espontáneo afuera de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero la consigna que eligió el ex canciller es una que solicita del ciudadano la inactividad y propone, si algo, el estancamiento político del obradorismo. Se trata de una consigna, la de Ebrard, que rehuye la confrontación y, por lo tanto, la definición política precisa. Se trata, también, de dejar en manos de los que saben —los políticos— las condiciones para que uno siga haciendo lo que se le ordena: sonreír. Alguien que sólo es convocado a no preocuparse, está catatónico o está en un estupor maniaco, sorprendido por la velocidad del cambio. 

Lo que propone en su lema Ebrard es una parálisis de la base obradorista que tendría que esperar a que el político profesional valore, sopese, y actúe, mientras los demás nos quedamos, ahí, con una sonrisa aletargada. Sonreír, ex canciller, no es participar. Esta eslogan va en contra de la esencia del obradorismo: la irrupción de los excluídos en la política como una nueva identidad, como un inédito arraigo republicano, como una forma moderna de pertenencia a la nación. Convocar a sólo “sonreír” porque “todo va a estar bien” nos plantea la pregunta: ¿Quién espera y para recibir qué? O, en otro sentido, más político, ¿quiénes son los que no creen que “todo va a estar bien” y, entonces, se les pide una calma alegre, confiada, candorosa?

Pero veamos ahora cómo esta idea se asocia a la primera propuesta de Marcelo Ebrad en campaña. El 17 de junio, Martha Delgado, la que fuera subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos de la Secretaría de Relaciones Exteriores hasta el 2 de mayo en que renunció para coordinar la campaña de Ebrard, publicó un video en twitter con el siguiente texto: “El programa NIÑOS TALENTO que Marcelo Ebrard ejecutó en la Ciudad de México cuando fue Jefe de Gobierno impulsó la cultura del esfuerzo y dejar atrás la mediocridad en la educación”. Luego, aparecen dos jóvenes rindiendo testimonio de que, gracias a esas becas, son ahora profesionistas o algo así, porque el que dice que quiere hacer cine, no se sabe si lo estudió o por qué aparece practicando la patineta.

Que Marcelo Ebrard y su jefa de campaña, Delgado, reivindique la “meritocracia” es otro signo del anti-obradorismo de su campaña. Para acabar pronto: Claudia Sheinbaum dio una batalla mediática para sostener que las becas de educación básica en la ciudad de México no fueran sólo para los niños que sacan “diez” de calificación, sino un derecho social universal, para todos. Que ahora, Ebrard tomara como primera propuesta el presumir su programa que premia la injusticia social, es señal de alerta para quienes, ingenuamente, pensábamos que la meritocracia era ya sólo una consigna de Lilly Téllez y Ricardo Salinas Pliego.

La meritocracia es la creencia de que quienes están arriba, se merecen estar ahí y los que fracasan, se ganaron estar abajo. Es una creencia que llama a sonreír a los que están arriba y a echarle ganitas a los que están abajo. El problema es que no hay manera de diferenciar el “mérito” de la ventaja social. Es un debate, no sobre talento, sino sobre justicia; sobre equidad, no sobre aptitudes. Quien reivindique como suyo el discurso de la meritocracia está perpetuando la estima y el reconocimento social sobre la injusticia económica de los muchos, y premiándola con una beca. 

Y si es además el Estado el que premia esa desigualdad, entonces, estamos en presencia de la sociedad que Reagan, Thatcher y Pinochet pensaron: una donde no hay clases sociales, sino sólo “ganadores” y “perdedores”. Los valores del mercado aplicado a los niños de primaria es casi una caricatura del neoliberalismo, pero Ebrard lo reivindica con orgullo como un diferenciador de la universalidad de las becas que crearon tanto López Obrador como Claudia Sheimbaum. Moralmente, la idea de que uno no puede ser reconocido por el Estado por factores que uno no tiene bajo su control, como son la buena alimentación, la salud, los libros disponibles en casa, el transporte eficiente, la formación familiar, los espacios y tiempos adecuados para el estudio, es muy dificil de sostener. Así, lo que crea la meritocracia en los niños es que, los que ganan, se sienten merecedores de su lugar en el reconocimiento del Estado, y los que pierden, insuficientes. Es una monstruosidad moral. Es un complemento perfecto para la ideología de la tecnocracia experta que se siente merecedora de ganar más que el Presidente por tener más grados académicos.

La creencia en la “meritocracia” es que vivimos en un sistema económico que premia el esfuerzo, la iniciativa y el talento. Es más productivo que uno que pague a todos por igual, independientemente de la contribución, o que reparta posiciones sociales deseables basándose en el favoritismo. Recompensar a las personas estrictamente por sus méritos también tiene la virtud de la justicia; no discrimina sobre ninguna base que no sea el logro. Esta es la idea de que nuestro destino está en nuestras manos, que nuestro éxito no depende de fuerzas fuera de nuestro control, que depende de nosotros.

 No somos víctimas de las circunstancias, sino dueños de nuestro destino, libres para ascender hasta donde nos lleven nuestros esfuerzos, talentos y sueños. Obtenemos lo que merecemos. Pero la gran pregunta es si lo que tenemos, ¿lo obtuvimos o nos fue dado de antemano por familia, etnia, género, clase social, geografía y un largo etcétera que no es más que las condiciones en las que nacemos? La pregunta para Ebrard es justo esa: ¿él cree que vivimos en ese sistema económico que sólo premia el talento?

Pero, déjenme ir un poco más lejos. La meritocracia no es una política de injusticia solamente, sino de humillación. Lleva a los “perdedores” a dudar de sí mismos: a lo mejor sí los ricos son más talentosos, se esfuerzan más o son más visionarios. Se asocia, entonces, a un juicio moral sobre la pobreza: los pobres de seguro les falta empeño o carácter. Al contrario, el juicio moral sobre los “ganadores” es que merecen gobernar porque son “expertos”. Si uno atiende a cuando gobernaron el país, los “expertos” son inútiles: llevaron a México a la crisis que devino en el Fobaproa, no pudieron crecer más del 2 por ciento anual, desalojaron el campo, no pudieron crear empleos para detener la emigración y la violencia y, además, se robaron parte del presupuesto. Lo que sí hicieron los “expertos” de la meritocracia fue adelgazar el discurso cívico hasta reducirlo al prestigio de los grados académicos o el salario de los “talentosos”.

La creencia de la meritocracia proviene de la religión católica que ve en la ganancia una señal de estar bien con Dios. Así, un granjero creía que si llovía en su plantación, era que estaba bendecido por el Creador porque había sido bueno. Es lo mismo con los ricos que creen que se merecen ser ricos y que los pobres lo son porque son indolentes. La salvación y la auto-ayuda siempre estuvieron emparentadas bajo la idea de que uno merece el destino que tiene. Los que actúan mal, merecen un castigo, se aplicó entonces a ricos y pobres o ganadores y perdedores en el mercado académico, laboral, o del reconocimiento social. Pobres porque quieren; ricos porque lo merecen. Como en la religión, hay entonces elegidos y condenados.

Educar a los niños en la meritocracia es actuar en contra de la posibilidad de la empatía social, aquella que reconoce que la suerte no está distribuida con justicia y que no es culpa de nadie, pero que, como sociedad le debemos algo a los menos favorecidos por su origen social, étnico, de género, geográfico, familiar. La ética de la gratitud y de la humildad serían dificiles de enseñar a quien cree que es merecedor de lo que detenta. Necesitamos ciudadanos que se sientan agradecidos por su éxito, agradecidos con la sociedad, con la nación, que lo hizo posible y, entonces, estar dispuestos a desprenderse de una parte de su buena suerte para que la tengan algunos que no la tuvieron. Como pagar impuestos.

La meritocracia lleva a no pagar impuestos porque, si todo lo que lograste, es con tu proipio esfuerzo y nada más, pues sí dar una parte es un robo. Confundir la recompensa con el mérito, la habilidad con el regalo, es lo que provoca que la gente proteste contra los programas sociales diciendo que son dádivas a cambio de votos o que es “su” dinero empleado en hacer más inútiles a los indolentes que viven en la pobreza. Si sufrir es una señal de pecado, entonces, los que “sonríen” son merecedores de su propia pasividad pasmada.

La meritocracia, por último, ampara la creencia de que los ricos y privilegiados deben estudiar más grados escolares, tener mejor salud, y más tiempo libre. Deben vivir más, porque están bendecidos por su situación. Así, todo debe ser una responsabilidad individual: la salud, la educación, la justicia. No es del estado, sino que éste sólo lo reconoce. Esa idea neoliberal conlleva otra: lo aspiracional, que no es querer tener o ser, como dice Lilliy Téllez, sino precisamente que los que juegan limpio y trabajan duro pueden alcanzar sus anhelos, sus sueños sociales, sean de dinero o reconocimiento. Así, habría pobres que mercen la ayuda del estado y pobres que no lo merecen. Unos, según la toría de Reagan, son los que no consiguen trabajo, o se enferman porque no cuidan su alimentación, o no se educan porque no le dan la importancia suficiente. 

El profesor de Harvard, Micheal Sandel ha descrito lo que la meritocracia le hace a las sociedades. Escribe Sandel: “En primer lugar, en condiciones de desigualdad desenfrenada y movilidad estancada, reiterar el mensaje de que somos responsables de nuestro destino y merecemos lo que recibimos erosiona la solidaridad y desmoraliza a los que se han quedado atrás por la globalización. En segundo lugar, insistir en que un título universitario es el camino principal hacia un trabajo respetable y una vida decente crea un prejuicio credencialista que socava la dignidad del trabajo y degrada a quienes no han ido a la universidad; y tercero, insistir en que los problemas sociales y políticos son mejor resueltos por expertos altamente educados y neutrales en cuanto a valores es una presunción tecnocrática que corrompe la democracia y quita poder a los ciudadanos comunes”.

Cuando menos del uno por ciento se queda con lo que produce el 90 por ciento de los trabajadores. Cuando, no importa lo que te esfuerces y juegues limpio, no te alcanza para subir en la llamada escala social ni siquiera en seis generaciones, insistir en la meritocracia es legitimar un sistema inequitativo que ha concentrado la riqueza, el poder, y el reconocimiento en muy pocos. Es humillar a los de abajo y enorgullecer a los de arriba. Ese no es el papel del Estado. ese no puede ser el mensaje a los niños de las primarias. Ese no puede ser el propósito de la 4T bajo ninguna circunstancia.

Bueno, hasta ahí dejaré la primera propuesta de Ebrard. Me queda poco tiempo para cubrir la segunda, que es todavía más ilógica. El 19 de junio el candidato a la encuesta propuso hacer una secretaría de la 4T que proteja las obras de infraestructura y los prog5ramas sociales. Además de ir en contra de un principio del obradorismo que es la austeridad republicana y, por tanto, el recorte en la burocracia nueva, la idea es atroz: que la 4T no es todo un régimen, con sus poderes, secretarías, y movimiento, sino una secretaría única, con su ventanilla y sus cuidadores de 9 a 7 en días hábiles.

 La idea me pareció monstruosa porque es justo como Miguel Alemán atajó a nombre de la burguesía mexicana el cardenismo: lo redujo todo al departamento de la Reforma Agraria, como si el cardenismo fuera sólo unos títulos de propiedad ejidal. Eso es justo lo que Ebrard intenta hacer con la 4T, reducirla a una mínima expresión: las obras de infraestructura y algunos programas de combate a la corrupción. Lo demás, suponemos, es parte de lo que debemos esperar sonriendo como aletargados, esperando que los “expertos”, los “meritorios” decidan qué hacer. Para taparle el ojo al macho, Ebrard, además, propuso a uno de los hijos de López Obrador al frente de esta nueva Estela de Luz burocrática. Andrés López Beltrán rechazó con comedimiento la oferta de nepotismo transexenal.

Por lo demás —el bocho eléctrico, las entrevistas a modo con periodistas de alquiler, el madruguete para renunciar y ser el primero en registrarse—, quise dejar por escrito mi indignación por el neoliberalismo dentro de los posibles candidatos de Morena. Al menos, compartiéndolo con ustedes, no me quedé sonriendo solo, sino poniendo en área común mi propia preocupación.

Fabrizio Mejía Madrid

Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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