Como si se tratara de una encrucijada donde no se nos ofrece sino lo malo o lo peor, la reacción no se deja esperar y el espíritu público se desboca en la búsqueda de chivos expiatorios. Desde la columna o el micrófono, en la conferencia, desde luego magistral, o la ceremonia patria, desde el púlpito ya omnipresente, los poderes se desgañitan y convocan a la unidad aunque debajo del llamado no esté otra cosa que una propuesta necia de sumisión ante una agenda escondida que a su vez esconde la falta de agenda. Y así se pasan las horas y la vida, hasta que la tragedia que sigue nos recuerde el desgaste progresivo de los últimos reflejos de Estado y nación que nos quedan, luego de tanta y agotadora transición hacia la fuga.
La devastación material del valle de México no tiene parangón y es eso, así como la conciencia que todos tenemos de ello, lo que hace de las maniobras y la astucia del señor José Luis Luege una majadería monumental. Querer poner en la picota al gobierno de la capital, o regatearle el apoyo institucional y federal indispensable es, eso sí, sin discusión, alimentar el encono y ahondar en las diferencias vitales que como heridas brotan en la mente y la piel de cada uno de los damnificados.
No se puede llamar a la concordia y al mismo tiempo instruir a los fieles a aprovechar la situación para anotarse un punto contra el enemigo malo de la oposición que no entiende que la lealtad política e institucional quiere decir, en el código inaugurado por Vicente Fox y su falange desempolvada, obediencia sumisa y nada más. Pueden venir e irse todas las guerras culturales que se quiera, pero eso no nos hará más modernos ni conseguirá hacernos enterrar la memoria viva del subdesarrollo que el paso a la globalidad y la democracia no han hecho sino poner a flor de piel.
Sin duda, hay más de una razón para incitar a la unidad, a la acción conjunta, a la contribución solidaria. Los embates de una crisis global que no cede ante los placebos estadísticos, las tragedias sucesivas que ponen al descubierto la dura verdad de una modernización de escaparate y epidérmica en el otrora orgulloso norte de México, la insuficiencia crónica de la atención sanitaria, a pesar de tanto maquillaje, la estridente desolación educativa o la permanente inconclusión de la infraestructura, son evidencias suficientes de que la pregunta sobre lo que va a pasar el año entrante o el que sigue no tiene sentido si no respondemos antes y con claridad a esta otra: ¿Qué pasó? ¿A qué hora se jodió este Perú?
Al recordar la Constitución, y empezar a deshojar el calendario patrio de los (bi) centenarios, el gobierno debería haber hecho un esfuerzo de rigor y transparencia y asumir que la división política que tanto le irrita no es sino la expresión candente de una separación más profunda, que tiene que ver con una falla mayor de nuestra constitución nacional reciente y que el texto maltratado de 1917 no puede resolver en automático: la pérdida festiva de la memoria histórica y la militante erosión de la sensibilidad social a que se han dado los grupos dirigentes, sus voceros y ocasionados exégetas.
Sin capacidad para recordar como se debe, y sin reflejos para registrar que el llanto de los deudos y agraviados en Hermosillo, Ciudad Juárez, Michoacán es furia que avanza y se acumula, no puede haber concilio ni convención, mucho menos concertación. Todo lo que queda es faramalla y opereta, celebración vacía, fuga hacia delante pero no muy lejos, no más allá de un 2012 que con los días se impone como fecha fatídica.
Del norte vino y del subsuelo emergió aquella llamarada que se volvió remolino y nos alevantó. Para evitar que se repita como maldición cíclica, no sirven el olvido ni la simulación. Sólo quedan el respeto al prójimo y el valor para reconocer pronto y a fondo la necesidad vital de corregir el verbo y enmendar pronto y a fondo un rumbo que no lleva a ninguna parte.
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