Oscar Taffetani (APE)
Aunque un antiguo proverbio, no carente de sabiduría, diga que la patria es el lugar donde estamos bien, el hecho de que haya palabras tan diferentes, en distintas lenguas, para expresar la nostalgia y el sentimiento de pérdida del terruño, revela que la patria es también un dolor (“un dolor que no tiene bautismo”, escribió Marechal) y que ese dolor se instala en una dimensión espiritual, antes que física o geográfica.
Los migrantes del Norte y del Sur, como los del siglo XX, como los de la más remota Antigüedad, no han perdido sus raíces. Las llevan a cuestas. Las llevan, incluso, a pesar de ellos. Y el futuro inexorable -mal que les pese a los Minuteman- es la integración.
Los inmigrantes son siempre emigrantes de algo, no hay que olvidarlo. Salen de un lugar y van hacia otro. En su mochila -aunque viajen desnudos- llevan sus recuerdos, sus afectos, su lengua materna. También llevan el sueño de vivir mejor y de poder hacer vivir mejor a los propios hijos. Tal vez sea ése el mayor rasgo de humanidad.
Entonces, cuando alguien nos hable de espaldas mojadas, de indocumentados, de ilegales, de invasores, de informales, tengamos en claro que se está refiriendo, con palabras hostiles, a seres humanos iguales a nosotros, sólo que sometidos a una situación inhumana.
Los Minuteman y su guerra
Durante las luchas por la Independencia de los Estados Unidos se llamaba Minuteman (hombre al minuto, o algo así), a los voluntarios civiles capaces de tomar las armas para defender la patria, ante cualquier amenaza.
Los actuales Minuteman (un nuevo nombre para la vieja lacra de la derecha racista norteamericana) surgieron después del atentado que destruyó las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001. Su propósito es cerrar el paso, denunciar, combatir y erradicar a todos aquellos seres humanos de lengua, color o hábitos no anglosajones que intenten trasponer de manera precaria la frontera y radicarse en los Estados Unidos.
La mayoría de las víctimas del ataque terrorista del 11-S tenían apellidos latinos, o árabes, o indios (no eran descendientes de los peregrinos del Mayflower ni de los Minuteman, precisamente). Pero ya sabemos que la verdad es siempre un estorbo, cuando se trata de hacer la guerra.
Los nuevos Minuteman, entonces, salieron a buscar sponsors y los consiguieron, primero en los Estados del Sur (entre ellos, Arizona, cuna de la odiosa ley SB 1070) y luego en el Norte (la frontera con Canadá, que es también ruta de inmigrantes).
Desde el sitio web Border Fence Project (Proyecto Valla Fronteriza) convocan a voluntarios, ofrecen asistencia técnica a los hacendados (para levantar cercas con alambre de púas, sensores infrarrojos y cámaras de vigilancia) y critican la morosidad de la administración federal en cumplir con las 700 millas de valla de seguridad que aprobó oportunamente el Congreso.
Un misil balístico intercontinental diseñado durante la Guerra Fría se llama, casualmente, Minuteman. Los misiles Minuteman, cargados con ojivas nucleares, siguen activos y alertas, en sus silos subterráneos. De prosperar la propuesta de desarme nuclear hecha por el presidente Obama a sus pares de Oriente y Occidente, las ojivas nucleares serán reemplazadas por cargas explosivas de alto poder. Entonces, los Minuteman pasarán a formar parte del programa Prompt Global Strike (Ataque Global Inmediato) y servirán para destruir blancos puntuales en cualquier lugar del planeta, a una velocidad que triplica la de la aviación de combate.
A partir de ahora, la parte no-norteamericana del mundo (es decir, la mayor parte) deberá estar enterada de que la expresión Minuteman tiene un significado inequívocamente hostil. Habla, en cualquier caso, de la guerra.
El futuro inexorable
En los años de la última dictadura militar, cuando las Fuerzas Armadas argentinas tenían hipótesis de conflicto con Chile (por el Beagle), con el Brasil (por Itaipú) y con el Uruguay (por la navegación del río de la Plata), el diario Clarín publicó las respuestas de dos escritores -Eduardo Gudiño Kieffer y Julio Cortázar- a la pregunta (¡vaya pregunta!) sobre si era posible la unidad latinoamericana.
Gudiño eligió marcar las diferencias culturales, históricas, políticas y económicas entre los países de la región y se mostró escéptico a la hora de pensar en la unidad. La consideró inviable. Cortázar, en cambio, criticó esa posición “realista” -que encubría una defensa del statu quo-, habló de las semejanzas y del patrimonio común (destacando, entre otras cosas, la hermandad de origen de la lengua portuguesa y la española) y finalmente dijo que apostaba al sueño de la unidad latinoamericana “por cómodo, por útil, por práctico” antes que a la realidad “de un infierno fascista y tecnológico”.
Mucha agua -y sangre- han corrido bajo los puentes, desde entonces. Sin embargo, en lo esencial, el dilema no ha cambiado. El infierno fascista y tecnológico que decía Cortázar hoy se expresa en la xenofobia y el rechazo a la integración de nuestros pueblos. Sus emblemas, lo mismo que en el Norte, son la valla fronteriza, los sensores infrarrojos, el muro inteligente.
El sueño de la unidad latinoamericana, en cambio, más allá de los vaivenes y contramarchas de las respectivas dirigencias, es un río innumerable, indetenible a esta altura de la historia.
Los migrantes del Norte y del Sur, como los del siglo XX, como los de la más remota Antigüedad, no han perdido sus raíces. Las llevan a cuestas. Las llevan, incluso, a pesar de ellos. Y el futuro inexorable -mal que les pese a los Minuteman- es la integración.
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