Editorial La Jornada
sociedad limitada–, maneja recursos millonarios por venta de crudo mexicano que, sin embargo, no pueden ser fiscalizados por la Cámara de Diputados, toda vez que la empresa opera bajo disposiciones del derecho privado.
Por desgracia, el caso de la compañía referida no es aislado: en las últimas décadas, Pemex se ha hecho de una intrincada red de empresas privadas
que operan como fachadas corporativas, realizan operaciones en el extranjero –principalmente en países considerados paraísos fiscales como Luxemburgo, Suiza, Islas Caimán, Holanda, Panamá y Las Bahamas– y, por consiguiente, no rinden cuentas ni están sujetas a la legislación mexicana.
La información proporcionada por la ASF pone el dedo en la llaga al señalar las limitaciones del Estado mexicano en materia de fiscalización y plantea interrogantes ineludibles: por principio de cuentas, el gobierno federal tendría que explicar por qué razón se ha buscado sacar parte de las operaciones y los recursos de la paraestatal de la órbita de las instancias de fiscalización correspondientes, medida que debe entenderse como una ampliación de los márgenes de maniobra para posibles manejos inadecuados de dineros públicos. También resulta obligado preguntarse con qué intenciones se pretende que una empresa pública funcione con mecanismos y lógicas de corporaciones privadas, cuando su principal compromiso debiera ser para con el mejoramiento de las condiciones de vida de la población mexicana, la reactivación económica y las perspectivas de desarrollo nacional.
El esclarecimiento de esas interrogantes adquiere mayor relevancia si se toma en cuenta la opacidad y el ocultamiento proverbiales con que los sucesivos gobiernos –especialmente los de Vicente Fox y Felipe Calderón– han manejado la administración de los recursos petroleros. En el caso del segundo, la falta de transparencia se ve agravada con las intenciones de entregar los filones más redituables de la industria petrolera nacional a manos privadas, como lo pretendía la iniciativa de reforma energética presentada hace dos años.
La claridad y la transparencia como normas de conducta en la acción política y en el gobierno le harían mucho bien al país y, sobre todo, a la administración federal actual, deficitaria de legitimidad desde su origen y con una credibilidad mermada por su deficiente desempeño en prácticamente todos los ámbitos del quehacer gubernamental. En el caso que se comenta, cabe esperar que las autoridades correspondientes atiendan a las consideraciones anteriores y actúen en consecuencia.
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