Las instituciones electorales creadas a lo largo de los últimos 30 años parecen no estar preparadas para desafíos como la violencia criminal, los asesinatos políticos, los gastos ilegales de campañas y las crisis en ciertos estados.
Las reformas electorales de finales de los años setenta fueron promovidas en buena medida por la impronta que había dejado la violencia que sacudió al país cuando llegó a su fin el régimen del llamado mito fundacional de la Revolución Mexicana. Esa violencia, engendrada en las propias instituciones del Estado por la ausencia de libertades plenas, estalló en las calles, principalmente contra estudiantes, quienes tenían como primer reclamo mayores libertades públicas.
La incapacidad del régimen para procesar esas demandas propició mayor violencia y provocó que segmentos del movimiento estudiantil y popular llegaran a la conclusión de que no había salida por cauces legales. La aparición de numerosos contingentes armados en buena parte del país llevó a la represión y, una vez debilitadas sensiblemente estas fuerzas opositoras al régimen priista, encauzaron sus energías por la vía política, aprovechando los canales que el propio régimen creó en esos años para solucionar ordenadamente éstos y otros conflictos sociales y políticos.
El proceso de liberalización política se puso en marcha para transitar un largo camino que llega hasta la actualidad, y que ha dejado casi una decena de reformas constitucionales y reglamentarias, más docenas de modificaciones en los ordenamientos locales, que constituyeron un entramado institucional complejo y de varias velocidades que todavía persisten en el país. La apuesta en aquellos lejanos días de los setenta fue transitar gradualmente hacia un modelo electoral que evitara cumplir la máxima autoritaria de Fidel Velázquez: “A balazos llegamos al poder, a balazos nos sacarán de él”.
La vía estaba trazada para que por medio de elecciones se canalizaran las demandas de todos los segmentos de la sociedad. Esto fortaleció el sistema de partidos y favoreció una nueva distribución del poder. Sin embargo, más de 30 años después, cuando cualquiera pensaría que ese esfuerzo de fortalecimiento de los sistemas electorales y del sistema de partidos lograría erradicar al viejo régimen hegemónico y tender diques ante la demanda social, la violencia en muchos estados da cuenta de una cierta insuficiencia de esas instituciones de la República.
La declaración y el ambiente de guerra, instalado en una franja importante del país, alteró las características convencionales de los procesos electorales de manera que en muchos de ellos persisten experiencias inéditas para las que parecen no estar diseñados los sistemas electorales. Son escenarios donde se asesinan candidatos a cargos de elección popular, hay ataques a dirigentes y locales partidarios, flujo de dinero sucio en las campañas electorales, falta de control de todo el territorio, falta de capacitación a funcionarios de casilla, la instalación de urnas en lugares de alto riesgo, etcétera. En definitiva, la ausencia de un ambiente adecuado para realizar campañas vis a vis y conseguir los votos de los ciudadanos para la formación de gobiernos legítimos.
De esta forma fue como la espiral de violencia aguda que lleva más de una década con su estela de sangre animó al presidente Felipe Calderón, quizá por la percepción de su ilegitimidad que existía en una franja de la población, a ganarse la Presidencia desde la propia Presidencia, como lo hizo en su momento Carlos Salinas luego de la “caída del sistema” de 1988. Así, el eje de su gobierno sería la lucha contra la inseguridad, iniciándose una “guerra contra la delincuencia”, confrontación que desde 2006 ha provocado más de 35 mil homicidios dolosos y su secuela de familias rotas, decenas de miles de desplazados internos y externos, y más de mil niños y adolescentes muertos.
Esta declaración de guerra poco ortodoxa —porque éstas regularmente son, recordemos, entre países y no contra delincuentes o grupos del crimen organizado—, más allá de los matices semánticos, instaló a la violencia en muchas regiones del país y las contaminó con el olor a pólvora. Sus efectos son próximos en términos de muertos a los soldados estadunidenses que cayeron en combate en Vietnam o en alguna de las confrontaciones ocurridas en Centroamérica; no es casual que algunos medios empiecen a recordar el Protocolo II Adicional de la Convención Internacional de Ginebra para la protección de víctimas de los conflictos armados internos.
Así, habría que preguntarse: si las elecciones fueron pensadas como la vía idónea para procesar las demandas múltiples de una sociedad asfixiada por un sistema político hegemónico, ¿qué ha sucedido en el país en estos años para que muchas elecciones ocurran en medio de la violencia, lo que produce desazón social y exhibe nuestra debilidad institucional?
Las elecciones, recordemos, han dejado de ser simples competencias por el poder entre partidos para transformarse en un escenario donde frecuentemente hay interferencia de dinero sucio, agresiones contra candidatos, dirigentes y partidos, e incluso se inhibe la participación ciudadana y se modifica el estilo tradicional de seleccionar candidatos y hacer campañas para conseguir la mayoría de los votos. De esto es lo que trata el libro colectivo Elecciones en tiempos de guerra (México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 2010), que explora seis de los 14 estados donde se celebraron elecciones locales en 2010 —más el de Nuevo León, que tuvo sus comicios locales en 2009— donde se encuentran la mayoría de los estados que tienen mayores índices de violencia. Estos trabajos pioneros nos revelan dimensiones nuevas en nuestros procesos políticos, y constituyen un desafío teórico-empírico para el desarrollo de las ciencias políticas en México.
HALLAZGOS
Los hallazgos nos indican que la violencia criminal está pensada en clave desestabilizadora, buscando tensar el ambiente al punto de meter miedo a los políticos y ciudadanos y generar desde ahí unas condiciones tales que los gobiernos de los estados sean materialmente incapaces de hacer frente con efectividad al crimen organizado, lo que debilita las instituciones de la República y favorece un clima de miedo e incertidumbre en grandes franjas de la población, si no es que determina una suerte de compartimiento de espacios de territorio.
En Tamaulipas, Chihuahua, Durango y Sinaloa, durante 2010, los gobiernos no tuvieron control absoluto sobre el territorio. Este vacío propició que cuestiones tan elementales como la capacitación de los ciudadanos o la emisión del voto se volviera un problema de operación de los organismos electorales. Una estampa de lo que ocurrió en estos estados lo da el ensayo de Ernesto Casas y Rocío Ávila, quienes relatan lo sucedido en Tamaulipas: “Del ambiente hostil impuesto en la entidad por el denominado crimen organizado… baste reseñar algunos datos a modo de ejemplo: el tres de abril en la carretera que comunica Nuevo Laredo y Reynosa, fue atacada una camioneta en la que viajaba una familia de 13 integrantes, muriendo los niños Bryan y Martín Almanza Salazar, sin que a la fecha la opinión pública tenga certeza sobre lo ocurrido y mucho menos sobre el castigo a los culpables; el 30 de abril, en Río Bravo, el candidato a la alcaldía por la coalición de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y el Verde Ecologista Mexicano (PVEM), Raúl Bocanegra Alonso, se vio obligado a renunciar a sus aspiraciones luego de que su casa fue incendiada; el cuatro de mayo en Nuevo Laredo fueron ejecutados dos empleados de una estética propiedad de Martha Porras, precandidata perredista a la alcaldía, además de que fueron colocadas mantas en las que se le amenazaba.
“Asimismo, el 13 de mayo en Valle Hermoso fue acribillado en su negocio el candidato panista a la alcaldía, José Mario Guajardo Varela, luego de haber recibido amenazas de muerte; el 11 de junio, mientras el presidente Felipe Calderón presenciaba en Sudáfrica la inauguración del Campeonato Mundial de Futbol, en Ciudad Madero fueron ejecutadas 20 personas presuntamente ligadas al tráfico de drogas, que se habrían de sumar a otros 32 asesinatos ocurridos ese mismo día en diferentes estados como Chihuahua, Durango, San Luis Potosí, Guerrero y Sinaloa; mientras, el 22 de junio se dio cuenta del secuestro, tortura y ejecución en Tampico de Ausencio Eng Miranda, dirigente del Movimiento Nacional Villista. La ola de violencia que progresivamente contaminó al proceso electoral en la entidad tuvo su colofón el 28 de junio, cuando de manera flagrante fueron desafiados los poderes legalmente instituidos al ser asesinado en plena capital de la entidad el candidato de la coalición PRI-PVEM y el Partido Nueva Alianza (Panal) al gobierno estatal, Rodolfo Torre Cantú, caso cuya resolución a la fecha sigue pendiente, mientras versiones no oficiales ubican los móviles entre el crimen político y el ajuste de cuentas del narco”.
La salida al problema de la desaparición física del candidato priista días antes de la jornada electoral, “que de manera fehaciente impedía la realización de elecciones bajo garantías mínimas, ante la pasividad de los congresos estatal y federal”, fue que “el Ejecutivo de la entidad decidió e instruyó a que se llevaran al cabo, en este sentido el presidente del Consejo General del Instituto Electoral Estatal se limitó a justificar la decisión apelando a lo estipulado en la ley electoral para el caso de fallecimiento de un candidato días antes de la jornada cívica, soslayando tanto las particularidades de la muerte del aspirante priista, las alternativas que abren las constituciones estatal y federal para afrontar casos de ingobernabilidad y ausencia de Estado de derecho, así como que tratándose de un candidato por coalición se debían satisfacer requisitos puntuales que la premura prácticamente impedía solventar, en particular la presentación de las actas que debían acreditar la aceptación de los órganos de los partidos coligados de acuerdo con sus estatutos, sobre la postulación del candidato sustituto al cargo en cuestión”.
COMPORTAMIENTO ELECTORAL
La violencia influye en el comportamiento electoral de tres maneras, lo que indica que no en todas las entidades estudiadas los ciudadanos actúan igual: 1) Donde el alto abstencionismo ha tendido a estabilizarse, como es el caso de Baja California, donde 30 por ciento de participación delata la desafección de sus ciudadanos por políticas incapaces de resolver este problema crónico y otros menos urgentes. 2) en Tamaulipas, Chihuahua, Quintana Roo e Hidalgo ha venido a menos la participación ciudadana, pues no alcanza 50 por ciento de la lista nominal. 3) En otros hay un incremento en la votación, como en Zacatecas, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Sinaloa, que ese año tuvieron valores cercanos a 60 por ciento, o Tlaxcala, que superó el 63 por ciento de la lista nominal.
Pero, ¿qué tanto incide la violencia en el comportamiento electoral? No hay datos contundentes; sin embargo, algún costo debe tener donde la gente no sólo se resiste a integrar las mesas directivas de casilla, sino simple y llanamente a emitir su voto. Sin embargo, en las antípodas, hay entidades donde la gente refrenda su apoyo al sistema político, más aún si hay una oferta de cambio que renueve esperanzas sobre una vida mejor y la llegada al poder de políticos más confiables. Así ocurrió en Oaxaca y Sinaloa, donde más de 55 por ciento de la lista nominal salió a buscar las urnas, cuando los augurios no eran precisamente los mejores para salir y sufragar por sus partidos y candidatos.
VIOLENCIA Y DECISIÓN DEL VOTO
¿Influye la violencia en la decisión del voto? Aunque mucha gente se está absteniendo de sufragar no podemos todavía afirmar que en condiciones de violencia los bonos de tal o cual partido o coalición tiendan a bajar o a subir, pero quizá haya indicios de que los ciudadanos votan en función de los candidatos que pueden significarle más confianza. No es casual que el voto se haya cruzado por todo el espectro de anagramas partidarios y como nunca en el país se multipliquen los gobiernos divididos y/o gobiernos sin mayoría. Estamos, en ese sentido, viviendo experiencias inéditas de forma y contenido que plantean desafíos no sólo de orden sociopolítico, sino también para la Ciencia Política, la que todavía no cuenta con las herramientas adecuadas para el análisis de estas nuevas realidades.
La experiencia bajacaliforniana, donde hubo el mayor desplazamiento de ciudadanos y votantes, puede ser indicativa. Vicente Sánchez, autor del trabajo sobre ésta, narra el desplazamiento de ciudadanos de la siguiente forma: “Como resultado de las constantes acciones de secuestro, extorsión, ‘levantones’, ejecuciones y asesinatos, una cantidad indeterminada de familias de las clases medias y altas de Tijuana, incluidas las de empresarios medios y pequeños, cambiaron su residencia a San Diego o se fueron a otras ciudades mexicanas en el interior. Una estimación conservadora indica que unas mil familias de clase media y alta fijaron su residencia en San Diego como producto del temor u obligados por las amenazas de que eran objeto por la delincuencia en Tijuana”.
En cuanto al desplazamiento del electorado en esta “democracia de minorías” que modificó el mapa electoral del estado, afirma: “Una vez sabidos los resultados y la sorpresa que para muchos significó la derrota del Partido Acción Nacional (PAN) y su magnitud en el estado, hubo distintas reacciones y veredictos explicativos en torno a lo que los electores quisieron expresar en las urnas, dando su triunfo al PRI y quitándole al PAN la mayoría en el Congreso, además de los cinco municipios. Por parte del gobierno y como un hecho que es alentador, se puede mencionar la declaración del titular del Ejecutivo estatal, quien asumió de manera personal y directa parte de la responsabilidad por los resultados adversos a su partido, aun cuando señaló que la compartía con los otros niveles de gobierno”.
¿ELECCIONES EN ESTADOS FALLIDOS?
Sé que la categoría analítica de Estado fallido no tiene muchas simpatías en el medio político, e incluso en el académico despierta dudas; sin embargo, las características de las elecciones de Tamaulipas, Chihuahua, Sinaloa, Durango y las de Nuevo León en 2009 exhibieron la gravedad de cómo están celebrándose éstas en la República, y hay evidencia de que en muchos de ellos no se instalaron todas las casillas. Existen regiones que se consideran “focos rojos” por ser zonas controladas por el crimen organizado. Además, tenemos el caso del magnicidio de Tamaulipas, que nos constata que el ejercicio de la política se volvió peligroso, una constante en los Estados fallidos: como nunca antes se ha atentado contra políticos en funciones públicas. Aún con esa atmósfera adversa, sorprende la asistencia puntual a sufragar y que la política partidaria siga su curso con la postulación de candidatos y en la formación de gobiernos.
No obstante, habría que ver hasta dónde se cumplen los indicadores del Instituto Independiente que configura un Estado fallido y que contempla el estudio sobre Sinaloa y Durango, preparado por Ernesto Hernández Norzagaray y por José Manuel Luque y Ernesto Aguilar, respectivamente: un tipo de régimen ineficaz, que no puede hacer cumplir la Constitución y las leyes, con altas tasas de criminalidad, corrupción extrema, gran mercado informal, excesiva burocracia, ineficiencia e inoperancia judicial, interferencia militar en la política y administración, y ausencia, en la práctica, de líderes con formación y tradición. “Puede que el gobierno tenga el control nominal militar y policial en algunas partes del territorio, pero no en su totalidad, debido a la presencia de grupos armados y/o radicales que desafían la autoridad del régimen”, dice el estudio.
INSTITUCIONES ELECTORALES
Sobre las instituciones de la democracia mexicana, especialmente los órganos electorales, podríamos decir que en términos de organización electoral están cumpliendo con la tarea de capacitar funcionarios, instalar casillas o revisar que los candidatos cumplan los requisitos de ley. Sin embargo, hay otras áreas igualmente importantes para la calidad democrática que si se cumplen lo hacen mal, como es lo relativo al control de los topes de campaña o las campañas negativas. Ante esas anomalías no hay, por lo general, una ofensiva institucional capaz de ganarse la confianza de los ciudadanos, pues, como ocurrió en Chihuahua y Sinaloa, fueron parte del insumo de la mala percepción que se tiene de las instituciones electorales.
Finalmente, de haber una conclusión general para estos trabajos de investigación, puede decirse que, si bien las instituciones electorales fueron pensadas en clave de procesamiento de demandas políticas, 34 años después y aunque crearon otro sistema de partidos que se expresan en la pluralidad y la distribución del poder, es evidente que los efectos de la violencia en vastas regiones del país cada vez afectan más a sus instituciones, que tienen mayores dificultades para garantizar la celebración de elecciones libres, seguras y democráticas, y esto plantea un serio problema para asegurar la gobernabilidad del país.
Ernesto Hernández Norzagaray*
*Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y miembro del Doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ex Presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A.C. Miembro del SNI, Nivel II. Este texto es un comentario general al libro Elecciones en tiempos de guerra: Baja California, Chihuahua, Durango, Nuevo León, Sinaloa, Tamaulipas, Veracruz, coordinado por él y publicado por la Universidad Autónoma de Sinaloa en 2010. Correo electrónico: jehernandezn@hotmail.com
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