Se ha puesto de moda hablar de “la guerra de Calderón”, atribuirle la violencia en que vivimos a las acciones del gobierno federal, hablar de los miles de muertos como si fueran su personal responsabilidad y exigirle el regreso del Ejército a los cuarteles.
Los tiempos electorales (que en México son todos los tiempos) se usan para agregar leña al fuego: un diputado le dijo que el Presidente desoye a los ciudadanos (desoír es no hacer lo que él dice, porque asegura hablar en nombre de los ciudadanos) y a un priísta incluso se le ocurrió que pida perdón a los mexicanos.
Y francamente no entiendo.
No entiendo, porque no me explico cómo imaginan quienes así hablan que sería el país sin ese combate contra la delincuencia. Es decir, sería igual que ahora, con los criminales haciendo libremente de las suyas, pero sin absolutamente ningún freno ni contrapeso que por malo o mínimo que sea, existe.
Por lo demás, esta guerra no la inventó Calderón. Ya estaba allí. Los robos, los secuestros, los feminicidios, los ataques a migrantes, todo eso es bastante anterior. Y nos quejábamos cuando no se hacía nada para pararlo. Ahora nos quejamos porque se hace.
El dolor de tantos que han perdido a los suyos, el ya estamos hartos y hasta la madre, el basta de sangre, deben canalizarse hacia quienes corresponde: en primer lugar y sin la menor duda, hacia los criminales. Eso hizo el poeta Sicilia al principio de su movimiento. Y tiene razón el Presidente cuando dice que son ellos quienes deberían pedir perdón a la sociedad. Y en segundo lugar, como han mostrado Sicilia, Martí y Wallace hacia las demasiadas autoridades que se hacen ciegas y sordas y hacia las policías que son parte de la delincuencia.
Por eso es necesario diferenciar entre la voluntad del Presidente para resolver un asunto y la dificultad para conseguir con quién llevar a cabo las acciones. Ésta es, a mi parecer, la clave del asunto.
La guerra contra la delincuencia organizada y desorganizada no tiene mejores resultados porque no hay con quién. Y eso por dos razones: por un lado, porque la estrategia de los criminales es corromper y amedrentar de modo que el que no coopera por la buena coopera porque no le queda remedio, y por el otro lado, porque muchas autoridades y la mayoría de los así llamados cuerpos de seguridad nomás no pueden o no quieren, sea por incompetencia, miedo, corrupción, o de plano porque están involucrados.
La crítica, lo mismo que las propuestas, tienen que ir entonces por allí, hacia aquellas autoridades, instituciones, fuerzas públicas y estados de la república que no están haciendo su tarea. Y hacia los legisladores que hablan y hablan, cobran y cobran pero no trabajan. ¿Dónde están las reformas legales y las reorganizaciones necesarias del aparato así llamado de justicia y de las policías?
Pero eso no significa que la guerra contra el crimen sea la guerra de Calderón, para nada, es la de todos nosotros. Los ciudadanos tendríamos que tenerlo muy claro: es algo que nos compete a nosotros. Y es muy grave y muy irresponsable pretender frenar que se lo combata. La opción no puede ni debe ser retirarse de esa lucha. No puedo entender cómo alguien puede estar en contra de los que luchan para librarnos de este flagelo (por escasos que aún sean sus resultados) en lugar de estar contra los que lo infligen. En ese sentido tendríamos que tener muy claro que la criminalidad es culpa de los criminales y de quienes los solapan, no de quienes los combaten.
Que las estrategias y modos de hacerlo pueden no ser las mejores, tal vez. No sé de eso y para eso están los especialistas. Lo que sí sé es que en países como Italia y Colombia hasta que la sociedad entera quiso ponerle un alto, las cosas empezaron a cambiar.
Y eso es lo que debemos hacer. Y no el juego a los políticos oportunistas que quieren convertirlo en tema electoral ni a los intelectuales que con tal de parecer progresistas repiten la misma cantaleta una y otra vez. Lo verdaderamente progresista es saber cuándo hay que criticar y cuándo hay que apoyar. Y atreverse a decirlo.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Aun sin tomar en cuenta el masivo acto que habrá de realizarse hoy en el corazón de la República, el tamaño de la respuesta social a la convocatoria lanzada por el poeta Javier Sicilia es ponderable con los miles de personas que se unieron a la caminata emprendida hace tres días en la capital morelense, y con las expresiones que tuvieron lugar ayer en San Cristóbal de las Casas, donde por lo menos 15 mil zapatistas protestaron por la militarización del territorio nacional al amparo de la guerra
del gobierno federal –en lo que constituye la movilización más numerosa en aquella ciudad chiapaneca en 17 años–; en Acapulco, donde unos 6 mil integrantes de congregaciones religiosas se manifestaron por la seguridad, la paz y la libertad de los habitantes de ese estado; en la martirizada Ciudad Juárez, donde se concentraron alrededor de 800 para rechazar una estrategia que ha ensangrentado esa urbe fronteriza, y en otras localidades como Zacatecas, Morelia y Tijuana.
A estas alturas, debiera ser innecesario demandar al gobierno federal que asumiera, como requisito mínimo para presentarse como interlocutor de la amplia y diversa masa social que se concentra hoy en el Zócalo, un compromiso de no desvirtuar ni distorsionar el mensaje central de esta marcha y de sus expresiones conexas y subsiguientes, que no es otro que el repudio a la actual estrategia de combate al narcotráfico y la delincuencia organizada. Tales exigencias son, por desgracia, procedentes, habida cuenta de la dislocación existente entre el discurso oficial y la realidad: el pasado jueves, la Presidencia de la República intentó tergiversar el sentido de esta movilización, buscó presentarla como una muestra de la forma en que la sociedad y las autoridades hacen frente al enemigo de todos los mexicanos: el crimen organizado
, y expresó hacia ella un respeto y una sensibilidad que contrastan con las actitudes del propio gobierno: un día antes, en un mensaje en cadena nacional, Felipe Calderón calumnió a quienes protestan por la estrategia de seguridad pública, al insinuar que están a favor de los delincuentes, y dejó ver su desinterés por los reclamos ciudadanos, al reiterar su posición de mantener la actual política contra el crimen organizado.
Esos factores no deben desmotivar a los participantes en la Marcha por la Paz ni a quienes habrán de sumarse hoy al tramo final de la misma. Es necesario que la ciudadanía, lejos de verse desalentada por una sordera oficial que ya resulta proverbial, se exprese por la vigencia del estado de derecho, la legalidad y la seguridad pública, pero también por la sensatez, la responsabilidad y el respeto a las garantías básicas –empezando por la vida– por parte de las autoridades; que demande a éstas un cambio de rumbo en esa guerra
que le fue impuesta al país, y que haga manifiesta, en suma, su decisión de no ser derrotada por la zozobra y el miedo: tal actitud representa, en la hora presente, un factor que debe unificar a los mexicanos más allá de ideologías y diferencias.
En los oscuros tiempos que corren, la movilización pacífica constituye uno de los últimos recursos de la ciudadanía para formular un ya basta
colectivo y para demandar a sus autoridades que rindan cuentas por la catástrofe que ha bañado de sangre el país. Sería absurdo, por lo demás, que esa demanda se le formulara a los delincuentes, como ha planteado el gobierno federal en reiteradas ocasiones. Cabe esperar que esta movilización se desarrolle, en su tramo final, en un ambiente de respeto y solidaridad, y que las autoridades entiendan que la desatención al clamor que ha de expresarse este domingo puede tener consecuencias desastrosas para la de por sí precaria situación del país.
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