Editorial La Jornada.
hombres armados que las autoridades ministeriales han identificado como integrantes de la delincuencia organizada.
Es claro que el colapso de la seguridad pública y el auge de las organizaciones delictivas tiene, entre sus factores principales, un conjunto de complicidades entre empleados públicos y grupos criminales, y la información referida documenta una veta particularmente dolorosa e indignante de esas redes. Es pertinente recordar, al respecto, que en el historial de agravios cometidos contra los ciudadanos extranjeros que transitan por nuestro país, malos elementos del sector público han puesto el ejemplo al crimen organizado: durante años, los asaltos, extorsiones, violaciones y secuestros padecidos recurrentemente por los migrantes centro y sudamericanos han provenido de agentes migratorios sin escrúpulos y de elementos de las corporaciones policiacas de todos los niveles; las actitudes omisas e indolentes de los altos funcionarios ante esta realidad, por su parte, han configurado un clima de impunidad y de desprotección para los extranjeros en México, y es en ese contexto donde las organizaciones delictivas incursionaron, primero, y controlaron, después, el tráfico de personas de otros países que transitan por el territorio nacional.
En este contexto, Los Zetas han convertido en prácticas rutinarias el secuestro, la extorsión, el reclutamiento forzoso y el asesinato de migrantes, y han buscado tener el control del tráfico de personas. Las expresiones más descarnadas de este fenómeno son los brutales asesinatos en masa y el entierro de las víctimas en fosas clandestinas, como las que recientemente han sido halladas en Tamaulipas y Durango. Con estos hechos, es inevitable concluir que los agentes del INM acusados colaboraron en la reducción de ciudadanos extranjeros a la condición de esclavitud o, incluso, en su homicidio.
Por añadidura, frente a testimonios como el señalado, parecen quedarse cortos los planteamientos que atribuyen el riesgo que enfrentan los migrantes a su paso por México a un desamparo provocado por omisiones de la autoridad: sería más preciso decir que quienes transitan por el territorio sin los documentos migratorios correspondientes son objeto de persecución y encarnizamiento criminales y que que algunos de los responsables de ese acoso forman parte de las instituciones gubernamentales.
En tal perspectiva, cabe preguntarse si el caso denunciado por el IFDP es aislado o si forma parte de un patrón de colaboración entre delincuentes y fuerzas del orden. Hay sobrados indicios para suponer que es cierto lo que dice el gobierno federal en el sentido de que existe una amplia red de connivencias entre corporaciones policiales y procuradurías de estados y municipios y las organizaciones del crimen organizado, pero no hay razón para suponer que las dependencias federales estén al margen de esa gravísima descomposición.
Por último, las denuncias presentadas confirman una vez más que las corporaciones gubernamentales siguen constituyendo un factor principal de atropello contra los particulares –nacionales o extranjeros– en el país, y ponen en perspectiva la extrema indefensión que padece el conjunto de la población frente a los abusos del poder: si las autoridades son capaces de actuar con tal crueldad y falta de escrúpulos contra migrantes extranjeros, nada garantiza que no hagan lo mismo con los ciudadanos mexicanos. El episodio, en suma, permite ponderar la urgencia de un giro en la actual estrategia de seguridad, que incluya, como requisito indispensable la depuración y moralización de las fuerzas y oficinas públicas de todos los niveles –y no sólo de las estatales y municipales, como sostiene el discurso calderonista–, a efecto de evitar que se alíen con bandas delictivas o sean infiltradas por éstas y que profundicen, de esa manera, la catástrofe en materia de derechos humanos que padece el país.
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