La violencia en el país duele, pero hay esperanza en mujeres que no se quedan de rodillas y con las lágrimas escurridas ante sus heridas. Al contrario, son mujeres que se levantan, gritan y exigen justicia. Relatos de la tragedia por la violencia hay muchos, tantos como atrocidades en un país de impunidad y guerra, pero aquí se presenta la vida de cuatro mujeres de diferentes estados, de distintas edades, que no se conocen entre sí, pero que tienen en común el ser mujeres coraje. A Alicia Leal le tocó convertirse en heroína de otras mujeres maltratadas por sus propios seres amados, a Leticia le mataron a su Rafael en un operativo de la policía del Distrito Federal; a Luz María los sicarios le asesinaron a sus hijos Marcos y José Luis en la matanza de 15 jóvenes en una fiesta en Ciudad Juárez; a Cynthia Salazar los soldados la balearon en una carretera en Tamaulipas y dejaron sin vida a sus pequeños Martín y Bryan.
Sofía Espejo
Alicia Leal Puerta
“No se puede trabajar si estás muerta”, lanza Alicia Morales en la línea telefónica con la certeza de un filósofo que dice una rotunda verdad. Esta mujer de 51 años tiene claros los riesgos a los que se expone ante el contexto de violencia por el narcotráfico que se vive en Nuevo León y las represalias que sus enemigos, en su mayoría hombres golpeadores, quisieran tomar en su contra. Por eso, cuando estaba al frente de Alternativas Pacíficas y empezaron las amenazas, las intimidaciones y las agresiones físicas, envió a sus hijas a vivir a algún sitio de este planeta, lejos de la violencia de Monterrey y de los efectos que su activismo implica.
Alicia, no es una dama de caridad, no. Le molesta que haya quienes lo piensen así, quienes limiten su trabajo a una labor asistencialista. Ella es una emprendedora social que con los consejos de la organización Woman Together formó en 1996 el primer refugio de una red de 56 que ahora existen para ayudar a mujeres maltratadas. Es una de las responsables de que en 1999 en Nuevo León se tipificara el delito de violencia contra las mujeres. Y es quien, en 2007 cimentó la empresa de galletas Milagros de Amaranto que emplea a víctimas de maltrato y ayuda a sostener el refugio de Alternativas Pacíficas, de donde fue directora. Ya incluso tienen su fábrica.
Al otro lado del auricular su voz suena calmada, no como quien dice que para seguir su misión, ella y las 33 mujeres que trabajan en Alternativas Pacíficas se tienen que mantener vivas. “Nos manejamos con protocolos de seguridad de países en guerra. Estamos en estado de excepción y no tenemos garantías de ningún tipo, aunque seguimos buscando apoyo y protección del gobierno. Pero las instituciones están muy ocupadas en el tema de la guerra contra el narcotráfico y esto impacta en el tema de violencia, porque las mujeres y su cuerpo son botín de guerra. Se ha incrementado la violencia hacia las mujeres de una forma bestial y más deshumanizada”, dice la mujer que ahora es consejera honorífica de Alternativas Pacíficas.
Alicia vivió hace años esta violencia de parte del padre de sus hijas, y la ha visto con las más de 73 mil mujeres y niños que la organización ayudó de 1996 a 2010. En esos años su labor le costó varias intimidaciones, agresiones físicas con armas blancas, las amenazas de un hombre presuntamente implicado con el crimen organizado y la denuncia que penalmente presentó en su contra porque su trabajo le impidió seguir golpeando a su mujer.
El susto más grave se lo llevó Alicia a principios de 2005 cuando durante una semana y media, su celular sonaba cada hora para asustarla, para decirle que le podían hacer daño, decirle de qué color habían vestido sus hijas para la escuela esa mañana. Las autoridades no pudieron garantizar su seguridad y tuvo que dejar Alternativas Pacíficas e irse por un tiempo del país. Ahora está de regreso y sigue luchando.
Leticia Morales
El ruido del filo del cúter al cortar el unicel estremecía a los que estaban presentes en la casa de Leticia Morales, madre de Rafa, uno de los jóvenes muertos durante un operativo en la discoteca News Divine. Mientras, otros de los padres conseguían lo necesario para construir ataúdes con cajas de cartón, y una mujer recortaba cruces para ponerlas en los nueve féretros que llevarían al día siguiente, 19 de junio, hasta la puerta de la discoteca en el nororiente de la ciudad de México. Estarían de vigilia para recordar a sus hijos muertos hace ya tres años.
En la casa de Leticia las paredes son muy blancas, de los muros cuelgan varios ángeles de cerámica y una foto grande de Rafael, que mira serio, sin sonrisa, a todo el que pasa por la sala. Leticia está sentada frente al retrato, de vez en vez voltea a verlo. Recuerda cómo la tarde del 20 de junio de 2008 los policías llegaron hasta la avenida Eduardo Molina con un operativo para atrapar al dueño del lugar en el que, se decía, vendían alcohol y drogas durante las tardeadas. Todo salió mal. Dentro del News Divine los cuerpos de los jóvenes se apretujaron al ser cazados por los policías. Cayeron desmayados y la estampida pasó por encima de sus cabezas. Nueve jóvenes y tres policías murieron. Entre ellos Rafael, que quería ser ingeniero automotriz.
A Leticia se le acabaron las ganas de todo. Sin único hijo se sintió sola, se sintió morir. Durante meses los psicólogos con los que el Gobierno del Distrito Federal la quiso ayudar a olvidar, la mantuvieron dormida. Ella dejó su trabajo como educadora en un kínder y sólo se escondía entre las almohadas. Tan débil quedó que tenían que cargarla para sacarla de la cama. Todo, hasta que, dos meses después del operativo, Leticia vio en la televisión que Guillermo Zayas, el ex encargado de Unipol en Gustavo A. Madero, saldría libre al pagar una multa de un millón de pesos.
Se levantó, dejó los medicamentos y comenzó a reunirse con el resto de los padres que lloraban a sus hijos. Con ellos fue la mañana del nueve de septiembre del 2009 hasta el Juzgado 19 Penal a responder al citatorio que las autoridades le hicieron llegar, para que Rafa fuera a declarar sobre su muerte. Llena de coraje, Leticia llegó decidida a llevar al juez al cementerio a que tomara la declaración. El mismo citatorio llegó hasta las casas de otros tres jóvenes muertos.
Los padres de los adolescentes no sabían qué hacer, pero poco a poco se organizaron. Hace tres meses fundaron la organización civil Voces de Justicia con la que quieren exigir castigo para los responsables de los homicidios y concientizar a los jóvenes sobre sus derechos.
“Antes nos quedábamos callados y ya afuera decíamos ‘están pendejos’, pero ahora ya no nos dejamos”, dice Leticia, quien está al frente de la organización en la que trabajan principalmente la mamás de los jóvenes. “Somos nosotras porque los parimos y no puede ser igual el dolor. Nosotras debemos luchar como perras”, piensa la madre de Rafa a quien en 2008 le cambió la vida. Desde entonces no trabaja, sus hermanos la ayudan mientras ella lucha por justicia para los jóvenes asesinados y los que quedaron con lesiones de por vida.
“Yo siempre aposté todo a mi hijo y aún muerto le sigo apostando. Tengo que seguir, porque no se las voy a perdonar, si dejamos que pase esto se va a repetir y no lo vemos muy lejos con las operativos que se están haciendo para detectar las supuestas fiestas clandestinas”.
Cinthia Salazar
El Presidente Felipe Calderón entró a la habitación donde lo esperaba Cinthia Salazar como un médico que tiene pocos minutos para atender a cada uno de sus pacientes. La miró, le dio la mano y la escuchó por 20 minutos. Cinthia sostenía entre sus manos dos portarretratos con amplificaciones de las fotos de sus hijos Bryan y Coya, como le decía de cariño. Eran las mismas imágenes de los niños que había llevado consigo a todos lados pidiendo ayuda después de que los militares balearon la camioneta Tahoe en la que viajaba con su esposo Martín, sus cinco hijos, su hermano Carlos y otros familiares. Iban camino al mar, pero ya no llegaron. Los militares los rafagearon en uno de los caminos que se disputan los sicarios en Tamaulipas. La primera bala entró en el brazo de Martín, después otras perforaron las rodillas de Carlos, el abdomen de Cinthia y así se siguió la balacera.
Ese miércoles 9 de junio de hace un año, a la madre de los niños Almanza le pareció que Calderón tenía prisa, que el encuentro en ese salón de Los Pinos no se comparaba con su esfuerzo por ir a denunciar lo que le había sucedido ante todos los defensores de derechos que pudo: el Comité de Nuevo Laredo, la Comisión Nacional y hasta la del Distrito Federal. Y menos compensaba todo el tiempo y coraje invertido de contar su historia a través de la radio, la prensa y la televisión.
“¡A mi Bryan me lo mataron en los brazos!”, le dijo al Presidente, mientras la primera dama, Margarita Zavala, la veía con unos ojos que la convencieron de que comprendía su dolor.
“Mi Coya se quedó en el maletero, no pude sacarlo. Les grité que traíamos familia y siguieron tirando. Tuvimos que correr al monte y todavía se oían los balazos. Ayúdeme a hacer justicia, porque no es verdad lo que dicen los militares”. Días antes, el 30 de abril, la Procuraduría de Justicia Militar afirmó que la muerte de los niños fue resultado de un fuego cruzado entre narcotraficantes y militares.
“Vamos a investigar”, le respondió el presidente antes de abandonar aquel salón de Los Pinos. Cinthia sigue enojada porque la promesa de que le harían justicia no se ha cumplido, a pesar de que la investigación de la CNDH le dio la razón. “Quiero que Calderón haga justicia, porque eso está en sus manos. Los soldados andan en la calle por él y a él no le duele porque no son sus hijos. Ahorita ya va un año y meses y de Calderón, nada. Lo miro en la tele y sigue prometiendo cosas que no cumple”.
Luz María Dávila
La noche en que le mataron a sus hijos, Luz María dejó de ser la señora tímida, humilde que con su 1.55 de estatura no asustaba a nadie. Desde ese 30 de enero en que los sicarios entraron a matar a los asistentes a una fiesta en la colonia Villas de Salvácar, en Ciudad Juárez, Luz María Dávila se convirtió en una pantera que en cuanto tuvo enfrente al presidente Calderón quería darle una cachetada. Sentía que una fuerza la impulsaba.
—Discúlpeme, señor presidente, pero no le doy la mano porque usted no es mi amigo. Yo no le puedo dar la bienvenida porque para mí usted no es bienvenido… Nadie lo es… Señor presidente, y yo no tengo justicia: tengo muertos a mis dos hijos… Quiero que se ponga en mi lugar: no es justo que mis muchachitos estaban en una fiesta y los mataron… ¡Quiero que usted se disculpe por lo que dijo, que eran pandilleros! ¡Es mentira! Estudiaban y trabajaban… Yo sólo quiero que se haga justicia…
Calderón asentía con la cabeza.
—¡No me diga “por supuesto”! ¡Haga algo! ¡Si a usted le hubieran matado a un hijo, usted debajo de las piedras buscaba al asesino!
Después de aquel día, cuando Luz María Dávila regresó a la maquiladora donde trabaja armando bocinas, sus compañeros la miraban como un ídolo. Se había atrevido a decirle al presidente lo que muchos piensan. Pero eso a ella no le importa, lo que desearía es que sus hijos Luis, de 17 años, y Marcos, de 19, estuvieran vivos. “Yo hice ahí lo que otras gentes no se atreven por miedo, así que lo hice por mis hijos, por otros hijos y por otras familias. No me arrepiento, no me echo para atrás porque a lo mejor eso ayudó a movilizar a la gente y que salieran a pedir justicia”.
A los asesinos de los 15 jóvenes ya los atraparon. Pero eso no calma a Luz María que quiere un futuro mejor: no más muertos en Ciudad Juárez. “Y sigo exigiendo justicia para mis hijos y para los miles de asesinados”.
Y en su lucha, Luz María anda al lado del poeta Javier Sicilia, con quien ya viajó hasta el castillo de Chapultepec en la Ciudad de México para encontrarse de nuevo con Calderón. Estaba ahí lista para volverle a decir sus cosas al presidente, pero esta vez no tuvo la oportunidad. De ese diálogo salió decepcionada, sin creer en las promesas. “No lo vi sincero. Se pone a hacer sus diálogos y no arregla nada”. En el que sí confía es en Sicilia y a él le seguirá de cerca los pasos..
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