Foto: Juan Carlos Cruz
MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¿Qué implica contemplar el sufrimiento ajeno? ¿Qué tipo de relación social se puede dar entre personas que sufren y quienes las miran? ¿Cuál es el lugar de las emociones compasivas en la política? ¿Qué suscitó en los espectadores el Encuentro en Chapultepec? ¿Qué sentimos cuando Javier Sicilia, Julián LeBarón, María Elena Herrera, Norma Ledesma, Yolanda Morán y otras víctimas hablaron de su dolor frente a Calderón y parte de su gabinete?
En el Alcázar del Castillo se presenció el dolor y la compasión, y esto provocó distintas reacciones. En los integrantes de ese sector de la sociedad que sigue minuciosamente los acontecimientos políticos –el círculo rojo–, las reacciones y comentarios estuvieron matizados por sus ideologías y posicionamientos políticos previos; los analistas políticos transitaron del entusiasmo al descreimiento, del aplauso al rechazo y la condena. No me eximo de ese condicionamiento previo. Yo alentaba la esperanza de cierta reconsideración de la estrategia; esperaba que las víctimas hicieran exigencias más puntuales (como la del debate con Buscaglia); pero pese a que lo que deseaba no se dio, el acto me conmovió, en especial escuchar de viva voz los testimonios de las víctimas.
En Regarding the Pain of Others (Contemplando el dolor de los otros), su sobrecogedor análisis sobre la representación fotográfica de atrocidades producto de las guerras, Susan Sontag considera que usar como objetos de contemplación ciertos emblemas del sufrimiento humano resulta una forma de explotación que dudosamente profundiza nuestro sentido de realidad. El espectador que mira en esas fotografías el dolor asolador de los demás se anestesia emocionalmente y “naturaliza” el horror. Sontag finaliza su ensayo señalando que no podemos ni imaginar qué espantosa y terrorífica es la guerra. Y señala que los seres humanos llegamos a acostumbrarnos a ver como algo “normal” esa horripilante carnicería.
Tampoco podemos comprender, ni siquiera imaginar, lo que sufren las víctimas. Las palabras no logran expresar lo que sienten, pero verlas y escucharlas transmite parcialmente el desgarramiento que padecen.
Varios comentaristas políticos señalaron que lo positivo de lo que ocurrió en el Alcázar de Chapultepec es que se trató del inicio de un diálogo. ¿En verdad fue así? Indudablemente fue valioso el minuto de silencio, que se reconociera la importancia de recordar públicamente a las víctimas, que Calderón se parara a abrazar a la señora Herrera. Hubo varios gestos valiosos, ¿pero diálogo? Más bien pareció un intercambio de monólogos.
Ahora bien, quienes escucharon la transmisión, quienes la vieron por internet, quienes leyeron al día siguiente la prensa, ¿qué sintieron, qué pensaron? ¿Es el dolor de los demás lo que cimbra o es la proximidad de esa amenaza lo que genera angustia y desesperanza? Hoy, en México, se vive una situación de riesgo, y se tiene miedo de ser la próxima víctima. Estamos en guerra. ¿Quién puede sentirse a salvo o protegido?
No es posible vivir sin incertidumbre, pero cuando se quiebra la dimensión de seguridad de la vida pública se vuelve imposible imaginar un futuro. Con duelos y traumas tan devastadores se produce una degradación del lazo social. Esa sustancia viva del ser humano, su capacidad de sentir (metafóricamente su corazón), se va endureciendo, petrificando. Ese síntoma es general. No sólo lo intuimos en los criminales que secuestran y descuartizan con una facilidad aterradora, sino que lo comprobamos cotidianamente en la amplia indiferencia social ante el dolor, las privaciones y los tratos brutales a que se ven sometidos los sectores populares de nuestro país: campesinos, obreros, etcétera.
¿Cuál es la mejor vía para enfrentar el horror? A diferencia de Calderón, que asegura que la que él ha elegido es la vía correcta, creo que el dolor de los demás obliga a dudar, a consultar, a revisar y a volver a discutir. No es posible contemplar el sufrimiento de las víctimas y salir indemne de esa experiencia, a menos que se les haya oído como quien oye llover. Y aunque la incapacidad para sentir el dolor de los demás es un mecanismo de defensa, muy arraigado hoy en día, esa indiferencia social envenena las relaciones humanas. Por eso en nuestra sociedad asustada un momento de compasión resulta casi como un respiro de alivio. Pero, ¿qué hacer si la compasión es únicamente un espectáculo sin consecuencias posteriores, en lugar de una práctica que se compromete, entre otras cosas, a revisar lo que está produciendo una guerra que, como todas las guerras, conlleva más cuestiones negativas que positivas? Nadie pide que no se combata a los criminales. Solamente se exige que lo que se está haciendo se revise a la luz de experiencias ya probadas y, sobre todo, que se incorporen otras formas de combate, como la investigación financiera y la confiscación de los bienes. Si lo que ocurrió en el Alcázar no tiene una repercusión real en revisar la estrategia, ¿qué nos resta concluir? Probablemente el gobierno de Calderón seguirá parapetado detrás de los muros de la indiferencia. Y esa actitud, sorda a los reclamos de quienes muestran hasta qué punto la sociedad se encuentra herida, ahondará aún más el quiebre de nuestra nación.
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