Esta vez se tiene que estar de acuerdo con un miembro del gabinete de Felipe Calderón. Se trata de la secretaria de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, quien al inaugurar la reunión preparatoria de la Cumbre de Tuxtla, afirmó: “La gente espera no sólo democracia, sino también desarrollo. Ven muy bien los avances democráticos (¿cuáles?), pero los quieren acompañados de mejoras en sus niveles de vida”. En efecto, eso es lo que espera la gente, sobre todo los jóvenes, pero en los hechos se les niegan ambas cosas, como lo patentiza el creciente desempleo y la dramática pérdida del poder adquisitivo del salario.
Pero aún falta lo peor, en el último año del sexenio de pesadilla que nos tocó gracias al empeño de la oligarquía en negarle a la sociedad mayoritaria su anhelo de vivir en un país democrático. De acuerdo con los investigadores sociales Aram Barra y Daniel Joloy, los tres niveles de gobierno han ignorado el problema gigantesco de los niños afectados por la “guerra” de Calderón contra el crimen organizado. Calculan que sobrepasan los 50 mil los niños huérfanos o desprotegidos como consecuencia de la violencia que generó el inquilino de Los Pinos desde hace cinco años. Sin embargo, se trata de una cifra conservadora porque no se toman en cuenta los hijos de los más de 66 mil adultos capturados entre 2006 y 2009 por vínculos con el crimen organizado.
Señalan en su análisis, titulado “Los niños, las víctimas olvidadas de la guerra contra las drogas”, que el homicidio de jóvenes menores de 17 años se triplicó anualmente en los estados de Durango, Baja California, Chihuahua y Sinaloa. Concluyen con la recomendación de que el gobierno federal tome en cuenta esta realidad y cambie su estrategia para reducir los niveles de violencia y preocuparse más por los derechos de los niños y adolescentes.
Dijo Calderón, en la entrevista que concedió a “The New York Times”, que le gustaría se recordado como “el presidente que se atrevió a retar a los criminales e indicó el largo sendero de la reconstrucción institucional del país”. Seguramente podría apostarse que lo será, desde luego, pero como el mandatario que sentó las bases de la trágica inseguridad pública que enlutó al país y señaló el camino de la destrucción final del régimen neoliberal iniciado por el PRI salinista. Algo semejante a lo que sucedió cuando Victoriano Huerta decidió usurpar el poder, con el propósito de servir a los intereses de la embajada estadounidense y de la camarilla porfirista, por lo que activó una revolución que pasó de lo meramente político a la conformación de un Estado social sobre bases democráticas.
Porque lo que tendrá que suceder después de Calderón, es una vuelta de tuerca en el sistema político que deje atrás las prácticas antidemocráticas impuestas por la tecnocracia neoliberal, mismas que en este sexenio se exacerbaron de manera por demás inhumana, como lo evidencia la situación en la que se encuentran millones de niños y adolescentes a quienes se les arrebató la felicidad y se les obligó a sobrevivir en condiciones indignantes.
Sin embargo, Calderón ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, como se advierte por sus palabras durante la inauguración de la Semana Nacional de Migración 2011. Demandó a los gobiernos tomar conciencia de lo “aberrante que es dejar a un niño a su suerte en nuestro país, sin garantizar que pueda volverse a encontrar con sus padres o familiares”. ¿No es igualmente lesivo a sus derechos más elementales, convertirlos en víctimas de una “guerra” que no tiene sentido como lo patentiza la realidad? Y lo peor es que falta todavía un año para que finalice este sexenio depredador, que dejará más pobres a los mexicanos, no sólo más ofendidos y humillados.
De ahí el imperativo de cambiar la estrategia calderoniana contra el crimen organizado, así como el sentido pleno de la política, pues sólo de ese modo será posible evitar que el país sea presa del caos al que lo quieren conducir quienes pretenden justificar la instauración de un Estado policíaco, con el “petate del muerto” del narcotráfico y del “terrorismo”. Es revelador lo que está sucediendo en los gobiernos aliancistas, como el de Oaxaca, Sinaloa y el de Puebla, pues en poco tiempo evidenciaron que no habrá cambios a favor del pueblo.
En Puebla, particularmente, son muy claras las coincidencias con el “gobierno” de Mario Marín. Hay una continuidad plena en el trato que las autoridades dan a los desempleados que buscan ganarse la vida honradamente, por el único camino que les queda, el de vendedores ambulantes. Se les reprime de manera salvaje, con el pretexto de que dan una mala imagen a la ciudad. Y luego la oligarquía se alarma y desgarra las vestiduras porque cada vez hay más jóvenes en las calles, deambulando sin destino en busca de medios para subsistir, hasta que los recluta el crimen organizado.
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