El hombre es el prototipo del nuevo empresario acaudalado, y su estilo de vida poco tiene que envidiar al de sus pares en Occidente, con un lujoso departamento high-tech y un automóvil sofisticado: el retrato exacto del nuevo rico en Rusia. Elena procede, en cambio, de una familia proletaria, anclada a un viejo estilo de vida, con un hijo holgazán y vividor y un nieto deficiente en los estudios, incapaz de obtener la beca que lo liberaría del servicio militar indeseado. Vladimir es el renuente proveedor de esta familia parasitaria, y a la vez el padre de una hija que detesta su pragmatismo y su frialdad emocional, sin dejar por ello de sacar ventaja de la prosperidad paterna.
Zviáguintsev describe con trazo muy fino estos dos mundos contrastantes, como si esbozara el microcosmos de una nueva Rusia materialista e inescrupulosa. No hay la menor ilusión en este thriller negro que trastoca una pretendida abnegación conyugal en mezquindad calculadora. Los afectos familiares se ven rápidamente contaminados por rencores de clase y por una concupiscencia sin freno. Trasladado a la Rusia actual, es el viejo mundo de la novela y el cine negro estadunidenses, el de James M. Cain y El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946), o el de Raymond Chandler y su Pacto de sangre (Double indemnity, Billy Wilder, 1944).
La actriz Nadezhda Markina ofrece una notable composición del personaje de Elena, metódica y ambigua, interesada en procurar a cualquier precio el bienestar de su familia directa. Por su parte, Vladimir (Andréi Smirnov) es el viejo astuto manipulador que pareciera confirmar, con su prosperidad y su suerte final, la vieja sentencia moral de Balzac: Detrás de toda fortuna siempre hay un crimen
. Una de las mejores sorpresas de esta muestra.
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