Carmen Boullosa
En 1978, en un tablero de corcho de un pasillo del Colegio de México, Tomás Segovia pegó con una chinche el reporte correspondiente a los derechos de autor anuales de su libro Anagnórisis, uno de los grandes poemas de nuestra lengua. La cantidad equivalía a menos que un dólar. Tomás escribió a su lado “¡aquí el brillante futuro que les espera, poetas!”. El mensaje iba dirigido los jóvenes escritores que circulábamos por ahí, los que trabajábamos como redactores del Diccionario del Español de México (Francisco Segovia, Coral Bracho), y Fabio Morábito, José María Espinasa, Aurelio Asiain, que era casi un niño.
Eran tiempos distintos. Con una mano delante y la otra atrás queríamos aprender el oficio y enfrentar la vida, desentrañarla. Ni siquiera soñábamos en agarrarle la cola, como el vaquero a su prenda, sino solamente olerla un poco.
Tomás Segovia nos entrenaba, no sólo en chanzas como ésa, también en lecturas. Su generosidad era enorme, oía nuestros poemas -pasó horas muchas conmigo subrayando mis infinitos errores en algunas páginas que había entregado yo como traducción a una revista-, atendía inquietudes, siempre sacaba de su manga sugerencias y recomendaciones. En su seminario “De mi ronco pecho” al que nos convocaba con los brazos abiertos, nos guió por Lope de Vega, Merleu Ponty, Levi-Strauss y otra vez Lope.
Nunca supe darle las gracias apropiadamente a Tomás.
Como un árbol en tierras difíciles, echó raíces aéreas. Fértil, no quería gente a su sombra, sino a su luz. Fue fundador y nómada, artesano e inventor. Se tomaba las cosas muy en serio, y muy en juego -fue siempre un niño iluminado, un niño sabio-.
Era un marginal por convicción, sobran frases suyas para acotarlo: “Hay premios con los que la gente empieza a pensar que entre los escritores hay campeones, como entre los futbolistas, y que esto es una competencia donde hay unos ganadores y unos perdedores. Eso deforma por completo la idea de la literatura”. “Fui feminista cuando eso no estaba de moda, ni bien visto. Luego, cuando eso ya se impuso, yo me decía: ‘si fuese mujer, nunca aceptaría un puesto por el hecho de ser mujer, sino por mis méritos’”. Cito de sus entrevistas. Sus ensayos deben ser reeditados reunidos, son un cuerpo de pensamiento singular y provocador.
Hijo de una bailaora sevillana, Rosario de los Reyes, muerta de tuberculosis cuando él tenía nueve años (o cuatro, en otras versiones) y de José Segovia, que murió cuando él tenía dos, llamó desde entonces papá a su tío Jacinto Segovia -y hermanos a sus primos-. Jacinto era el cirujano de la Plaza de Toros de Madrid en la España de la República, dicen que el mejor en su ramo.
El toro que cogió a España a la caída de la República expulsó a los Segovia, como a tantos otros, si no es que hasta a sí misma. Tomás niño cruzó a Francia, vivió ahí un par de años y otro en Casablanca (Luz del Amo describe con lucidez lo que fue la estancia republicana en Marruecos, la vivió siendo más niña).
En 1940 Tomás llega a México. En este país floreció el poeta empedernido, el intelectual sin frenos, el hombre (muy) hermoso (baste ver el retrato que pintó de él Ramón Gaya).
Hace unas décadas, Octavio Paz escribió que Tomás Segovia y Ramón Xirau eran “dos veces huérfanos de tierra, dos veces desterrados”. Poetas que llegaron a México niños provenientes de la España vencida (por sí misma), “nuestros críticos se obstinan en considerarlos extranjeros y omiten sus nombres y sus obras en estudios y antologías mexicanos. Los de España, más soberbios y tajantes, ignoran hasta su existencia”.
Tanto España como México terminaron adoptando como propio al huérfano. Pero Tomás no cambió sus raíces aéreas por subterráneas. Siguió fiel a la luz, al aire del poeta. Lo dice mejor Alejandro Rossi: “Eligió Tomás vivir a la intemperie. Que yo sepa, nunca se refugió en un partido y menos en escuelas o sectas literarias. No ha sido miembro de una iglesia. No le ha cantado, pues, ni a los santos ni a los jefes. Poeta ontológicamente desamparado, sin apoyos ni garantías metafísicas. Sabe que día a día debemos reinventarnos.”
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