Sokurov adapta muy libremente el Fausto, tragedia en dos partes de J.W. Goethe, publicada en 1808 y 1832, y la ambienta en un periodo indeterminado, a la vez decimonónico y muy actual. Se desentiende del peso del formidable Fausto (1926) de Murnau, y del molde actoral en el que Emil Jannings colocó memorablemente a Mefistófeles, para proponer una caracterización más terrenal y burlesca, con un actor (Anton Adasinsky) de primera profesión mimo y payaso. La figura maléfica no tiene cuernos y su sexo minúsculo se ubica ahora, jocosa y elocuentemente, en el trasero. Su cuerpo y sus facciones parecen distorsionados, como las propias imágenes de la película, reducidas a un formato opresivo, como tributo del camarógrafo Bruno Delbonnel a una vieja estética expresionista.
El Fausto de Sokurov pareciera tener tantos vínculos con Goethe como con el Shakespeare de Sueño de una noche de verano. Hay en él inesperados momentos de humor, representaciones lúdicas de la inquietante figura del homúnculo, evisceración de los cuerpos para buscar en ellos respuestas imposibles, y una alegoría muy rica sobre el frenesí de procurar el conocimiento absoluto a expensas de una serenidad espiritual.
De los retratos históricos del poder, Sokurov transita a una exploración, entre moral y metafísica, de la soberbia. Y aunque el amor o la religión parecieran ser los diques ideales para el desbordamiento del engreimiento humano, son pocas las ilusiones que al respecto se hace el cineasta ruso.
Desde su perspectiva, el demonio de la vanidad trastorna irremediablemente al ser humano y lo despoja de toda espiritualidad y de cualquier impulso generoso. Al término de los escépticos retratos del poder político, el nuevo Fausto condensa el comentario de Sokurov sobre el cinismo y la inmoralidad que hoy prevalece en el mundo. En su mirada de artista desencantado hay una lucidez portentosa. León de Oro en la pasada Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia.
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