Arnaldo Córdova
Gobernar
mediante reformas o, lo que es lo mismo, realizando determinadas
reformas, es una divisa universal. Nada se puede hacer si no es a
través de reformas adecuadas que conduzcan a buen término los objetivos
de gobierno, sean éstos los que fueren. Gobernar, en cambio, con el
objetivo de formular ciertas reformas, sin que importe mucho para qué
puedan servir es una moda que ha puesto en circulación el gobierno
mexicano. En otros países las reformas son un paso que precede al
gobierno. En México, las reformas parecen ser en sí mismas el objetivo
que se persigue.
La reforma laboral prometió la creación de más de 750 mil empleos. Para julio de este año, después de diez meses de prueba, no se han rebasado los 300 mil empleos y los empleadores confiesan que esos empleos se han logrado por otras vías diferentes de las que planteaba la reforma laboral. El outsourcing o subcontratación no ha aportado casi nada. Las vías de la creación de nuevos empleos han sido las más tradicionales y procurando no meterse en las honduras de la nueva legislación del trabajo. Navarrete Prida, secretario del Trabajo, ha reconocido que sin crecimiento la reforma no puede funcionar.
Es un ejemplo estelar de lo que son y de cómo se nos engaña con el tema de las reformas, a las que ahora todo mundo llama
estructurales. Es la única reforma de la era de Peña Nieto que ha podido ponerse a prueba y que se ve que ha sido un completo fracaso. Es el caso típico también de una reforma de la que se esperaban infinidad de cosas buenas sin que, en realidad, se supiera por qué o con base en qué premisas ciertas. Simplemente se supuso que la reforma llegaría para movilizar nuestro mercado de trabajo y la creación de nuevos empleos e, incluso, la absorción de la informalidad se daría en automático.
En mi entrega anterior señalé brevemente las bases de verdad endebles de las otras reformas de Peña Nieto. Se nos promete lo que no se puede garantizar y con ello se corre deliberadamente el riesgo de demeritar y volver poco creíbles las propias reformas. Cada nueva reforma se presenta de modo tan inepto y tan poco convincente que a nadie convence. Todo mundo espera algo distinto y, a final de cuentas, apenas se conocen los primeros lineamientos, ya nadie está de acuerdo en nada y se da cuenta de que lo que le interesa no está comprendido en el cuerpo de la reforma. Eso ha ocurrido en todos los casos.
La verdad es que nuestro actual gobierno no sabe cómo reformar o, por lo menos, plantear una reforma. Desde luego que se debe identificar en primer lugar la materia de la reforma y estudiar con detenimiento todas las alternativas y todas las posibilidades de reforma. Pero la reforma es ante todo un acto político y hay que ver quiénes están de acuerdo en sus propósitos y con base en qué podrán apoyarla. Se da por descontado que muchos no estarán de acuerdo con lo que se plantea y que se opondrán encarnizadamente a que la reforma se realice. Eso es de cajón. Siempre habrá quien no esté por la reforma.
En
México, empero, las reformas quieren llevarse a cabo siempre desde
arriba. Se crea la expectativa, se hace el anuncio y se prometen no se
sabe cuántas cosas. Todo mundo toma partido de antemano. Y cuando el
planteamiento se hace resulta que nadie está de acuerdo o lo está sólo
de dientes para afuera. Desilusionar expectativas parece ser la
especialidad del gobierno. Es el estilo de gobernar y también el de
reformar. Imposible que, en un momento dado, una reforma cuente con un
mínimo de consenso. Las promesas se multiplican y cada aclaración se
vuelve otra promesa. Después de unos días de debate resulta que los
únicos partidarios de la nueva reforma son sólo los funcionarios que la
impulsaron.
En otros países, sobre todo en aquellos en los que ya existen las instituciones constitucionales del plebiscito y el referéndum, las reformas se plantean de otra manera. No se cocinan de antemano para luego someterlas al Legislativo, como se hace aquí. Se elaboran, desde luego, al más alto nivel y tratando de que logren el máximo de poder de convicción; pero luego se proponen para que todos los sectores de la sociedad puedan discutirlas y, llegado el momento, aprobarlas. Es el único consenso que puede hacer fuerte a una reforma. Nuestros burócratas empedernidos, acostumbrados a imponer sus convicciones, no tienen idea de lo que es el verdadero arte de reformar.
Lo más curioso del abominable caso mexicano es que se cree que las reformas, por sí solas, nos van a resolver todos los problemas. Nuestros gobernantes no han aprendido que una reforma es, ante todo, un acto de voluntad política que, para triunfar, debe involucrar a los más posibles de todos los sectores sociales y que éstos deben estar imbuidos de la máxima convicción de que la reforma, en efecto, es necesaria e inaplazable. Las reformas no son cheques en blanco que se libran a favor de los gobernantes. Son compromisos que los superan a ellos mismos y que los deben someter.
México parecería ser un país reformista por excelencia; pero no lo es y, la verdad sea dicha, hace mucho que no lo es. La Revolución Mexicana fue, como revolución, una cadena inagotable de reformas. Su revolucionarismo, si se me permite la expresión, fue su reformismo. Eso hasta el sexenio de Cárdenas. Desde entonces nuestro reformismo se ha convertido paulatinamente en una simulación que encubre, a menudo, los más oscuros y sucios designios. Ya no se reforma para cambiar. Se reforma para simular. La reforma agraria de Salinas de 1992 fue una simulación que encubrió el designio de saquear el campo. Hoy, todo mundo lo puede constatar, es una ruina y nuestra economía agrícola casi ha desaparecido.
Hasta hoy nuestro reformismo ha resultado ser un lúgubre cementerio de falsas promesas y de engaños colosales. La diferencia con nuestro reformismo de antes es que éste se hacía con las masas y el de ahora se hace en las cúpulas del poder. Antes se reformaba para resolver los grandes problemas de la Nación y de sus masas trabajadoras; hoy se hace para lucrar desvergonzadamente o para consumar venganzas políticas de la peor ralea. Antes se tenía una clara idea del interés general, hoy priva sólo el interés más sucio. Antes teníamos verdaderos políticos; hoy sólo simuladores y gesticuladores.
En otros países, sobre todo en aquellos en los que ya existen las instituciones constitucionales del plebiscito y el referéndum, las reformas se plantean de otra manera. No se cocinan de antemano para luego someterlas al Legislativo, como se hace aquí. Se elaboran, desde luego, al más alto nivel y tratando de que logren el máximo de poder de convicción; pero luego se proponen para que todos los sectores de la sociedad puedan discutirlas y, llegado el momento, aprobarlas. Es el único consenso que puede hacer fuerte a una reforma. Nuestros burócratas empedernidos, acostumbrados a imponer sus convicciones, no tienen idea de lo que es el verdadero arte de reformar.
Lo más curioso del abominable caso mexicano es que se cree que las reformas, por sí solas, nos van a resolver todos los problemas. Nuestros gobernantes no han aprendido que una reforma es, ante todo, un acto de voluntad política que, para triunfar, debe involucrar a los más posibles de todos los sectores sociales y que éstos deben estar imbuidos de la máxima convicción de que la reforma, en efecto, es necesaria e inaplazable. Las reformas no son cheques en blanco que se libran a favor de los gobernantes. Son compromisos que los superan a ellos mismos y que los deben someter.
México parecería ser un país reformista por excelencia; pero no lo es y, la verdad sea dicha, hace mucho que no lo es. La Revolución Mexicana fue, como revolución, una cadena inagotable de reformas. Su revolucionarismo, si se me permite la expresión, fue su reformismo. Eso hasta el sexenio de Cárdenas. Desde entonces nuestro reformismo se ha convertido paulatinamente en una simulación que encubre, a menudo, los más oscuros y sucios designios. Ya no se reforma para cambiar. Se reforma para simular. La reforma agraria de Salinas de 1992 fue una simulación que encubrió el designio de saquear el campo. Hoy, todo mundo lo puede constatar, es una ruina y nuestra economía agrícola casi ha desaparecido.
Hasta hoy nuestro reformismo ha resultado ser un lúgubre cementerio de falsas promesas y de engaños colosales. La diferencia con nuestro reformismo de antes es que éste se hacía con las masas y el de ahora se hace en las cúpulas del poder. Antes se reformaba para resolver los grandes problemas de la Nación y de sus masas trabajadoras; hoy se hace para lucrar desvergonzadamente o para consumar venganzas políticas de la peor ralea. Antes se tenía una clara idea del interés general, hoy priva sólo el interés más sucio. Antes teníamos verdaderos políticos; hoy sólo simuladores y gesticuladores.
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