Tomás Mojarro
La dependencia alimentaria de México ha aumentado de modo alarmante por el abandono del campo, la insuficiente producción nacional, y un mercado que concentran las grandes empresas.
La nota en el matutino del pasado lunes me lleva a contar para ustedes esta historia de amor:
Fue un domingo en la tarde. Apático, el sol. Entelerido.
- Acércate, hijo. Mi chifladura es pacífica –y la tía Gabriela sonreía.
Yo, por aquello de las dudas, al reunirme con ella en el jardincillo apacible del manicomio me fui a sentar en el otro extremo de la banca. El bochorno me impedía hablar. Ni dónde poner los ojos. Ella:
- Acércate, que tu tía es inofensiva.
De ganchete la observé; la reclusión le ha conferido una apariencia de beatitud: carnes amojamadas, traslúcida la piel y mansos sus ojos, como moldeados para columbrar distancias y ausencias, sobre todo de pupilas adentro, donde más lejanas son las ausencias y más ausentes las lejanías. La oí suspirar…
Y fue así, mis valedores; aquel cacho de domingo lo pasé con la tía Gabriela por hacerle compañía, por aligerarle la soledad. Ah, las tardes de domingo, del día más lóbrego, letárgico y macilento para quienes habitamos en la almendra de la soledad; los suicidas en ciernes, los nostálgicos, los desahuciados, los abandonados, yo…
Una historia de amor. Según la plática familiar, desde muy tierna mi tía Gabriela vivió las horas muertas hojeando un viejo álbum de estampas marinas que le cayó por causalidad. Barcos, sí, todo tipo de barcos: balandros, veleros, bajeles, navíos de ágiles velas, trasatlánticos que, frente a las pupilas de una tía fantasiosa, cruzan eternamente las ondas del glauco mar. A la de fantasía atorrenciada los ojos se le iban, encandilados, tras la salina inmensidad, y su espíritu se llenaba de gozo y se sacudía en urgencias de tornarse gaviota que, alas de argentada espuma, marcara la ruta marinera sobre los lomos del mar. “Boga, boga, marinero. Boga, boga, bogavante”. Canturreos…
Mi tía Gabriela creció, alcanzó la edad de merecer, y entonces vino a heredar la fortuna de aquel su padre minero de ascendencia rubia y apellido con reminiscencias de whisky escocés. Fue entonces cuando la susodicha tía se desapareció por primera vez. Cierta madrugada anocheció y no amaneció, que se nos fue de viajante en aquel carromato sonámbulo que, como el son, “se lleva a los hombres a las orillas del mar”. La enamorada del océano y sus marineros iba al encuentro de su destino: conocer el mar, las gaviotas, los barcos, los marineros. “Boga, boga, bogavante…”
Veracruz. Ahí estaba aquella mañana la tía Gabriela, el vivo asombro en las zarcas pupilas frente a la rizada inmensidad. En el muelle, cabeceando su modorra, el barquito camaronero.
-Uno de juguete, comparado con los navíos de mi niñez, los del libro de estampas. ¿No te estoy aburriendo, hijo?
De ahí en adelante, los puertos: Tuxpan, Coatzacoalcos, Salina Cruz, Manzanillo, algún Champotón, algún ignoto Puerto Peñasco. Y entonces a marinar, en la mejor de sus acepciones. La tía Gabriela, novelera velera de vela y timón…
Un hombre de mar, danés, fue el gran amor de mi tía la de una fantasía encandilada. Con aquél de nombre impronunciable anduvo los siete mares y algunos más, y con él dilapidó media fortuna por la fortuna de dilapidarla con él. Pero ya de vuelta al hogar, aún paciente impaciente de aquel sufriente amor de nombre impronunciable…
(Mañana.)
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