"Era
un sábado por la noche después de una asamblea. Tranquilo. Estaba con
unas amigas. En un momento dado se unió a nosotras un compañero suyo.
Era simpático. Nos tomamos unas cuantas cervezas y fuimos a casa de una
de ellas. Era tarde y tuvimos que quedarnos a dormir. Nos quedamos a
solas. Sólo había una cama y por no parecer desconfiada acepté dormir
con él. Me intentó besar. Le dije que no. Me tocó. Le dije que no.
Pareció que lo asumía, pero en cuanto apagamos la luz siguió
insistiendo. Le repetí que no quería. Pero hasta las cinco de la mañana
no pude dormir porque cada vez que cerraba los ojos tenía sus manos
encima. Me dijo que no me entendía y por fin se durmió."
"Era
un compañero al que conocía desde hacía tiempo. Compartíamos espacios
de militancia y de ocio. Había tensión sexual pero nunca había ocurrido
nada. Una noche no tenía donde dormir y me ofreció su casa. Acepté.
Cuando llegué la cama estaba abierta y había una botella de vino en la
mesilla. Él me gustaba. Pero estaba cansada y la situación me hacía
sentir incómoda. Nos metimos en la cama y le dije que quería dormir.
Empezó a tocarme. Le dije que no. Empezó a increparme diciendo que si
no quería por qué había ido a su casa. Le dije que no necesitaba
justificarme y me di la vuelta para dormir. Siguió tocándome e
insistiéndome. Al final accedí. Follamos. Así me dejaría dormir
tranquila."
Estos dos relatos son sólo dos ejemplos de algo
que vivimos demasiado a menudo. Sabemos que casi todas las mujeres
hemos sufrido situaciones parecidas, pero resulta estremecedor pensar
hasta qué punto estos episodios se reproducen en espacios que
consideramos seguros, es decir, entornos de izquierdas y feministas.
Si una noche vamos por la calle y un desconocido, navaja en mano, nos
pone contra una pared y nos agrede sexualmente, casi todas somos
conscientes de que lo que tenemos que hacer es ir a comisaría y poner
una denuncia. Sin embargo, cuando un amigo, un compañero, o incluso
nuestra pareja, nos exige hacer algo que hemos dejado claro que no
queremos hacer, nuestra reacción suele ser muy distinta. Lo asumimos
como algo normal, le quitamos importancia, procuramos olvidarlo. Y
sobre todo, nos sentimos culpables. Doblemente culpables. Primero,
porque algo habremos hecho: hemos sido simpaticas con él, puede que
incluso hayamos tonteado, hemos ido a su casa, hemos bailado con el
toda la noche, tal vez hasta le hayamos dado un beso. Por otro lado,
cuando ha comenzado a insistirnos, no nos hemos ido, no le hemos
partido la cara, no le hemos dicho todo lo que como feministas
radicales le deberíamos haber dicho. Cosa que además hemos hecho mil
veces con el imbécil que en el bar se arrima demasiado o con el
machirulo que nos suelta un piropo que no es un halago sino una
intimidación.
Y sin embargo, al día siguiente, cuando nos
sentimos sucias y violentadas, resulta muy complicado tomar la
iniciativa. Tomar la iniciativa de denunciar a alguien en quien
confiabas y en quien además todo tu entorno confía. Sabes que te van a
cuestionar, y tú vas a acabar cuestionándote a ti misma. ¿Estás segura?
¿y por qué no te fuiste? ¿no le darías a entender lo que no era? ¿pero
no me dijiste que te gustaba? Seguro que no fue para tanto, estábamos
todos borrachos y ya sabes cómo son estas fiestas, todos nos liamos con
todos y al final...
¿Estás segura? Lo estaba hasta que me lo han preguntado.
¿Por qué fuiste a su casa? Tantas asambleas, tantas cañas debatiendo
sobre feminismo me hicieron creer que su casa era un entorno seguro en
el que se iba a tener en cuenta lo que a mí me apetecía y lo que no.
¿Por qué no te fuiste? Es difícil de saber. Por miedo, por dudar de hasta qué punto yo me lo había buscado...
¿Por qué no le partiste la cara? Por pensar que al no tener una navaja
en la mano no se trataba de una violación, porque no quería parecer una
exagerada.
¿No me dijiste que te gustaba? Sí, me gustaba. Pero
no así. No cuando empezó a invadir mi espacio, cuando empezó a ignorar
mis negativas. Cuando se convirtió en una obligación.
Estamos
seguras de que muchas nos sentiremos reconocidas en esto. La pregunta
es, qué es lo que pasa exactamente para que mujeres con experiencia
política, formación teórica, sensibilidad y armas suficientes
reaccionen ante estas situaciones precisamente como el patriarcado
espera de ellas.
"Durante la violación, llevaba en el
bolsillo de mi cazadora Teddy roja una navaja (...) que yo sacaba con
bastante facilidad en esa época globalmente confusa. (...) Esta noche,
la navaja se quedó escondida en mi bolsillo, (...) ni siquiera pensé en
utilizarla. Desde el momento en que comprendí lo que nos estaba
ocurriendo, me convencí de que ellos eran los más fuertes. Una cuestión
mental. Luego me he dado cuenta de que mi reacción habría sido
diferente si hubieran intentado robarnos las cazadoras. (...) En ese
momento preciso me sentí mujer, suciamente mujer, como nunca me habia
sentido antes y como nunca he vuelto a sentirme después. No podía hacer
daño a un hombre para salvar mi pellejo. Creo que habría reaccionado de
la misma manera si hubiera habido un único chico contra mi misma."
Este fragmento forma parte de la narración que hace Virginie Despentes
de su violación en "Teoría King Kong". Y esto parece contestar a la
pregunta que nos hacíamos antes: reaccionamos como se esperaría de una
mujer, precisamente cuando nos agreden como mujeres. Más aún cuando
esta agresión tiene lugar en un entorno íntimo y que considerábamos
seguro, con las defensas bajadas y desprovistas del apoyo que nos da el
grupo, nuestras compañeras. Nos vemos indefensas, no sólo porque se nos
esté agrediendo como mujeres, sino además porque al tratarse de un
compañero nos vemos desprovistas de todas nuestras armas y aflora toda
esa carga contra la que luchamos día a día y de la que es tan difícil
librarse. Nos volvemos sumisas, inseguras y vulnerables, pero al mismo
tiempo, compasivas, preocupadas y culpables.
Y esto nos lleva
al día después, cuando nos vemos en la tesitura de si contarlo, a quién
y cómo. Denunciar a un compañero es muy duro. Por todo lo que ya hemos
dicho antes, las dudas que suscita tu relato, las dudas que a ti misma
te acaba suscitando. El riesgo de que se acabe olvidando y tengamos que
convivir con la persona que nos ha agredido. Pero cuando alguna de
nosotras decide darle la importancia que debe y da el paso, incluso
cuando se la deja de cuestionar, salen a colación nuevos argumentos
disuasorios: las consecuencias que tendría para él, pobrecito, ¿vale la
pena destruirle la vida por algo así? Deberíamos tener cuidado, no
tomar medidas "demasiado drásticas". Lo cual se parece sospechosamente
al "histérica" o "exagerada" de siempre: toca enfrentarse a una nueva
agresión. Al final, en algún sentido, se acaba convirtiendo al agresor
en víctima.
A menudo, estos argumentos hacen mella en
nosotras. Como buenas compañeras, comprensivas y solícitas, decidimos
darle la oportunidad a nuestro agresor de justificarse, apelamos a su
conciencia feminista y esperamos que reflexione. Pero resulta que
cuando se acusa de machista a un hombre que se dice feminista su
reacción suele ser doblemente patriarcal. Parece que el feminismo es
una parte más de lo que constituye su ego militante masculino: se
siente herido, injustamente tratado o víctima de una malvada
conspiración feminazi. Y nosotras, ¡ilusas!, que pensábamos que el
feminismo consistia precisamente en deconstruir tus actitudes a través
de un proceso de reflexión constante, y no en una medallita que
colgarse para ser el militante definitivo. Entonces nos sentimos
decepcionadas, frustradas y doblemente inseguras.
Pero luego
la inseguridad da paso al cabreo. ¿Por qué no podemos ser simpáticas
sin que nos metan mano?, ¿por qué no podemos quedarnos a dormir sin
follar?, ¿por qué no podemos denunciarlo sin que se minimice?, ¿de qué
sirve construir espacios feministas si el tío que se sienta a nuestro
lado en la asamblea es el mismo que por la noche nos va a insinuar que
somos unas estrechas?, ¿por qué tenemos que ver cómo en nuestros
espacios de ocio supuestamente liberados se reproduce toda la mierda
contra la que luchamos?, ¿por qué tenemos que asumir que al ser mujeres
ningún espacio es seguro?
Queremos salir, queremos bailar,
queremos emborracharnos, queremos tontear, queremos tocar, queremos
besar, queremos ser simpáticas, queremos poder vestirnos como nos dé la
gana, queremos quedarnos a dormir sin que esto nos arrebate el derecho
a decidir qué nos apetece y qué no nos apetece hacer. Queremos que
cuando este derecho nos sea arrebatado, denunciar no sea motivo de más
angustia sino lo justo y lo coherente. Queremos, sobre todo, que
nuestros compañeros se den cuenta de que lo realmente coherente es que
no sea necesaria ninguna denuncia porque no haya agresión alguna. No
queremos ser lo que el patriarcado pretende que seamos: queremos ser
libres y ser nosotras mismas, signifique lo que esto signifique.
Pero sobre todo, exigimos que un NO sea siempre un NO, sin
interpretaciones ni ambigüedades, sin imposiciones ni exigencias. Sólo
así podremos seguir construyendo espacios que se parezcan al mundo en
el que queremos vivir.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de las autoras mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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