7/16/2017

Foro de la Cineteca ; Paterson y La libertad del diablo


Carlos Bonfil
La Jornada 
Fotograma de La libertad del diablo, de Everardo González 

Más extraño que el paraíso. El mundo funcionaba mejor antes del teléfono inteligente. Esta pequeña reflexión de Paterson (Adam Driver), conductor de autobuses en la ciudad de Paterson, Nueva Jersey, y poeta aficionado en sus ratos libres, ofrece una clave para interpretar su rutina doméstica, el inalterable amor que profesa a su compañera sentimental, Laura (Golshifteh Farahani), y su modestia ante una paciente labor poética que atesora en una libreta y no sueña, ni desea, ver jamás publicada. Un hombre extraño en una época moderna marcada por el narcisismo. Una inesperada delicia hogareña para su mujer, de vitalidad infatigable, quien llega a comentar con sorpresa: Es divertido, es como si viviéramos en el siglo XX.

Paterson, el largometraje más reciente del estadunidense Jim Jarmusch, es un formidable tributo a la poesía que pueden resguardar los oficios laborales más sencillos, aquellos que no siempre involucran el ejercicio de la mente –como ser un conductor de autobuses–, pero que pueden encender todas las percepciones y sentidos, hasta producir, como en el caso de Paterson, una chispa de inspiración literaria. Los siete días que captura Jarmusch en la vida de Paterson se parecen, con mecanismo de relojería, unos a otros. Los días laborales son idénticos en sus rutinas; los fines de semana añaden alguna distracción, como la ida al cine, pero en rigor son la conclusión de un pequeño ciclo vital y el prólogo a otro nuevo, parecido a todos los anteriores.

Esa calma cotidiana se vuelve el registro casi documental, en siete episodios, a que se libra el también director de Ghost Dog, el camino del samurai (1999), para hablar de la creación poética como ejercicio de la imaginación accesible a las clases populares, desvinculado, por una vez, de las élites culturales y de los grandes temas, y felizmente afincado en el elogio de las faenas cotidianas. Todo en Paterson remite a una idea de madurez artística, desde la manera en que el conductor poeta agudiza sus sentidos para escuchar todas las conversaciones que lo excluyen y que hacen de su autobús una ventana diaria a ese mundo exterior que tanto alimenta su universo íntimo, hasta su sincero desencanto con la estéril vanidad del reconocimiento público.

Paterson, una de las creaciones más sobrias y atractivas de Jim Jarmusch, renueva su afición por el lirismo gris de las ciudades olvidadas y de los hombres ordinarios que tal vez poseen una historia interior digna de ser contada. Como la del personaje que interpreta Adam Driver, ser parecido a todos los demás, pero excepcional en su capacidad para transformar en poesía sus más íntimos afectos y cada una de sus vivencias cotidianas.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 15 y 20 horas.

La libertad del diablo

Un anonimato al desnudo. La estrategia utilizada por el documentalista Everardo González en La libertad del diablo, consistente en confrontar las voces de algunas de las víctimas de la guerra del narco con las de sus victimarios, y resguardar los rostros de los entrevistados detrás de máscaras semejantes a las que emplean las personas quemadas, pudiera parecer éticamente cuestionable, pero el director la defiende y justifica y, a juzgar por los resultados, parece razonable. El dramatismo de los testimonios se acentúa mediante un escamoteo deliberado de los rostros que obliga a los espectadores a mantener un contacto directo con la mirada del declarante. Sin escapatoria posible y sin la distancia tranquilizadora del horror que se refiere en tercera persona. Si a esta estrategia del documental se le acusara de ser un tributo al espectáculo o un circo de la ignominia, ¿cuántos espectadores quedarían libres de la acusación de voyeurismo o de complicidad pasiva con la impunidad de que gozan hoy los verdugos? ¿A cuántas otras películas no habrían de intentarse procesos de intención similares? ¿A Tempestad, por ejemplo, ese estupendo documental de Tatiana Huezo premiado recientemente en la ceremonia de los Arieles? ¿Quién detenta, en definitiva, una autoridad moral suficiente para condenar una de las múltiples formas posibles de seguir exponiendo abiertamente, dentro y fuera del país, lo que las autoridades gubernamentales trivializan o pretenden ocultar?

En La libertad del diablo las únicas voces atendibles son las de quienes, directa o indirectamente, en carne propia o en tanto familiares, han padecido secuestros y torturas por parte de extorsionadores y sicarios en la estrategia (esa sí, criminal e irresponsable) emprendida hace más de 10 años por el gobierno de Felipe Calderón en una lucha contra el narcotráfico, a todas luces fallida, que a la fecha suma más de 100 mil víctimas en el país. Frente a un espejo que lo remite a su propia imagen, con la del director de la cinta al fondo, el sicario relata sus faenas, a la manera de confesión o de catarsis, describiendo la tentación del lucro fácil, la insensibilidad moral ante las víctimas a su alcance, y el dolor también ante lo ya irreparable. Un soldado desertor expresa, sin rodeos, su repudio a la corrupción y a los abusos que lo llevaron a sentirse avergonzado de ser militar. En el resto de los entrevistados subsiste el desasosiego y la frustración de saber que en este país no habrá, por tiempo indeterminado, castigo para los responsables ni una manera de distinguir, entre tanta burocracia judicial, al verdugo institucional del vulgar sicario en el crimen organizado.

Esa diaria y libre impunidad del diablo, Everardo González la expone hoy como una elocuente pieza incriminadora para esos procesos de mañana que, venturosamente, habrán de hacer de la justicia un deber insoslayable. Como estrategia a largo plazo, el documental cumple ya el mejor de sus propósitos.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 12:30 y 17:30 horas.

Twitter: @CarlosBonfil1

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