10/05/2010

Síndrome de Estocolmo




Pedro Miguel

El michoacanazo y sus secuelas dejan al calderonato ante una encrucijada ineludible: o sufre de una ineptitud inconmensurable en materia de procuración de justicia (y en otras, claro) y ya podemos dar por perdida la guerra contra la delincuencia, o bien es una dictadura mendaz que siembra droga en los bolsillos de sus opositores para hacerlos a un lado y ganarles elecciones a la mala.

Por lo pronto, y a reserva de que el desgobierno federal demuestre que actuó de buena fe y que no guardaba contra los imputados un designio distinto al de hacer cumplir la ley, lo ocurrido a 34 de los 35 funcionarios y alcaldes michoacanos encarcelados por Calderón se parece mucho a una privación ilegal de la libertad o, más precisamente, a un secuestro de Estado, cuya recompensa no se pensó en pesos ni en dólares sino en sufragios. La debilidad de las acusaciones deja entrever que el propósito principal de Medina Mora y de García Luna no era llevar a los capturados ante un tribunal, sino exhibirlos en la televisión.

La diferencia entre esto y las tradicionales prácticas autoritarias del priísmo es que las segundas eran operadas con mayor perversión, refinamiento y sentido político. Pero, en el fondo, la criminalización por muestreo del perredismo michoacano no es diferente a las acusaciones infames montadas contra los presos políticos del 68, a las persecuciones echeverristas y lopezportillistas de dirigentes sociales, al quinazo salinista o a las órdenes de aprehensión dictadas por el zedillato contra reales o presuntos militantes zapatistas, con el panista Lozano Gracia como ejecutor.

Cuando ocupó la presidencia, Fox copió sin pudor ni astucia aquellas formas de hacer política: persiguió judicialmente a López Obrador y fabricó contra dirigentes de San Salvador Atenco y de Oaxaca unos delitos tan falsos que los acusados ya están libres.

La parcialidad de la procuración de justicia en tiempos de Calderón es escandalosa. La criminalización regular de opositores políticos y sindicales contrasta con la impunidad que se otorga a integrantes del gabinete y a gobernadores panistas sospechosos, por un sinnúmero de indicios, de múltiples acciones delictivas.

Las distorsiones judiciales para mantener el control político son uno de los elementos (además de la corrupción, la política económica depredadora, el manejo patrimonialista de los recursos públicos, el recurso al fraude electoral) que permiten afirmar que de 2000 a la fecha el único cambio experimentado por el régimen antidemocrático es de logotipos y colores. La resistencia al desgobierno panista es la expresión de una lucha más larga y de mayor aliento contra un grupo político, empresarial y mediático que controla el país y sus instituciones cuando menos desde 1988 y que incluye a los priísmos representados por Peña Nieto y Beltrones, al grupito gestor del calderonato, a la mafia gordillista y a delincuencias menos presentables. La pretensión de aliarse a una de ellas para cerrar el paso a otras equivale a hacer migas con el Cártel del Pacífico para enfrentar al del Golfo, como algunos sospechan que ha venido ocurriendo.

En esas andan, por cierto, Manuel Camacho, Jesús Ortega y sus seguidores (camachuchos, para abreviar): tratando de convencer a medio mundo de que para derrotar a Drácula hay que irse a la cama con el Hombre Lobo, o al revés; a lo que puede verse, ya se les olvidó que el objetivo principal era más bien demoler la casa de los sustos. Significativamente, sus aspavientos contra Peña Nieto son fingidos: la prueba es que, en su discurso, la figura central de enemigo no la ocupan el PRI y el mexiquense, sino López Obrador y el movimiento aglutinado en torno a él.

La descolocación es tan grotesca y obvia que parece fruto de una grave indigencia intelectual o bien de una transacción político-pecuniaria como las que documentadamente realiza el calderonato. Pero como uno queremos ser mal pensados, supongamos mejor que los camachuchos padecen de eso que se conoce como síndrome de Estocolmo y que consiste, para decirlo en lenguaje llano, en el cariñito y la complicidad que el rehén desarrolla hacia su secuestrador: en este caso, Felipe Calderón, principal responsable del golpe político-policial contra el perredismo conocido como michoacanazo.

Calderón y la licitación 21

Editorial La Jornada

Ayer, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, salió en defensa de la concesión de las frecuencias de 1.7 y 1.9 gigahercios otorgada por la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) a Televisa y Nextel, proceso conocido como licitación 21, que ha estado marcado por la opacidad, la sospecha y acaso por la ilegalidad, como lo sostiene Grupo Iusacell, competidor de las firmas beneficiadas.

La afirmación del político michoacano de que su gobierno procura la competitividad en el mercado de las telecomunicaciones y de que no ha otorgado privilegios es una autoexculpación tan contraproducente como lo fue, en su momento y en otro ámbito, el aserto de que su administración no protegía a la organización delictiva presuntamente encabezada por Joaquín El Chapo Guzmán, o su más reciente justificación de las capturas injustificadas de funcionarios y representantes populares llevadas a cabo en mayo del año pasado en Michoacán: el hecho mismo de que el jefe del Ejecutivo deba salir al paso de rumores extendidos o en defensa de actos de gobierno severamente impugnados debilita la credibilidad institucional, multiplica las dudas y erosiona la investidura, en la medida en que inhabilita al funcionario para desempeñarse como máxima instancia arbitral y lo coloca en la posición de parte interesada.

En el caso particular de la licitación 21, Calderón, al intervenir y tomar partido en el conflicto, lejos de disipar las inconformidades y las dudas, se contamina y contamina a la institución que encabeza con el descrédito que deriva del alud de incongruencias detectadas en ese proceso por expertos, opositores y competidores insatisfechos. Si se sospechaba del favoritismo gubernamental hacia Televisa, y si se supuso que el recambio en la Comisión Federal de Telecomunicaciones tenía por propósito favorecer a ese consorcio en detrimento de la real competitividad en el ámbito de las telecomunicaciones, ahora las palabras del gobernante consolidan tales elucubraciones y las articulan con el respaldo brindado hace cuatro años por la empresa de Emilio Azcárraga Jean –tan criticable como inocultable– a una candidatura presidencial panista que no pudo subsanar sus debilidades ni con el fallo judicial que la proclamó triunfadora y que, por el contrario, arrancó con un déficit de legitimidad que no ha logrado saldar en casi cuatro años de ejercicio del poder.

Por añadidura, el operador gubernamental de la entrega de concesiones a Televisa, el secretario Juan Molinar Horcasitas, arrastra señalamientos graves por las presuntas omisiones en las que pudo haber incurrido como director general del Instituto Mexicano del Seguro Social en el caso del incendio de la guardería ABC, de Hermosillo, en el que murieron 49 niños; por su falta de vigilancia de las operaciones dudosas realizadas por los ex propietarios de la aerolínea Mexicana, y por su decisión de entregar a rajatabla, pasando incluso por encima de órdenes judiciales, las concesiones que dan materia a esta reflexión. Este último punto pone en cuestión, una vez más, el pretendido compromiso de la administración calderonista con la legalidad, piedra de toque discursiva de la también cuestionada guerra emprendida por el actual gobierno contra la delincuencia organizada.

En suma, la intervención de Felipe Calderón en el asunto de la licitación 21 da la impresión de ser un intento por salvar un acto oficial indefendible. Se debilitan, con ello, la imagen y la autoridad gubernamentales, y eso no es bueno para la administración calderonista, como tampoco para el país. El propio Ejecutivo federal se ha estrechado el margen para la rectificación; sin embargo, ante las numerosas críticas, impugnaciones y querellas técnicas, políticas, mediáticas y judiciales contra el resultado de la licitación 21, el camino procedente y correcto es una revisión general del proceso, así como el establecimiento de normas que propicien la democratización y la verdadera competencia en el espectro radioeléctrico, que lo abran a la pluralidad, que pongan fin al control oligárquico de las telecomunicaciones y al imperio del lucro descontrolado en este sector y que orienten el uso de las frecuencias nacionales –propiedad de la nación, a fin de cuentas– al servicio del desarrollo, de la educación, de la cultura y de la civilidad.


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