Ricardo Raphael
Una camioneta Explorer amanece incendiada cerca del ejido de Salvárcar. Cuando llegan los bomberos, encuentran dentro tres cadáveres irreconocibles, enrollados en alfombras. Un hombre de 40 años, una mujer de 35 y una menor de 13. Esa misma semana han ocurrido otros siete asesinatos en Ciudad Juárez. Ninguno esclarecido.
Por el modus operandi, tanto la prensa como la policía concluyeron que se trató de un asunto relacionado con el crimen organizado. A punto estuvo de irse el expediente al fondo de un cajón. Sin embargo, una breve intuición provocó que la autoridad condujera su mirada hacia Víctor León Chávez, el hijo de 17 años de la pareja calcinada y el hermano de la menor.
Cuando lo interrogaron, el parricida confesó: quería cobrar un seguro de vida que le dejaría alrededor de 2 millones de pesos. Después de asesinar a su familia, hizo parecer el episodio como un asunto de narcotraficantes. La periodista Sandra Rodríguez entrevistó al muchacho y éste añadió: “México es impunidad. Estamos en un país corrupto, donde la policía está de adorno. Creí que el caso se iba a olvidar.”
¿Cuántos asesinatos cometidos en México durante el último lustro han sido disfrazados para simular un ajuste de cuentas entre criminales organizados? ¿Cuántos no han sido investigados porque las víctimas fueron señaladas como delincuentes sin que un juez les hubiera antes sentenciado? ¿Cuántas personas han desaparecido sin que la autoridad, por la misma razón, haya querido investigar su paradero?
México es el país de la impunidad, no porque abunden mentes criminales como la de Víctor, sino porque las instituciones encargadas de investigar y perseguir los delitos han claudicado a su responsabilidad.
A mediados del año pasado, Alejandro Poiré, vocero del gobierno federal, reconoció que, producto de la guerra contra el narcotráfico, 28 mil personas habían perdido la vida entre el 1º de diciembre de 2006 y junio del 2010. La estadística sirvió par adjudicar a la Federación del Pacífico, encabezada por Joaquín El Chapo Guzmán, el 68% de los muertos. En enero de 2011, el mismo funcionario anunció que la cifra negra había alcanzado los 34 mil cadáveres.
Una periodista con inteligencia notable tuvo a bien exigirle a la Presidencia las fuentes que le llevaron a construir tal estadística. En Los Pinos señalaron a la PGR y al Cisen como las instituciones responsables de la información original. Acudió entonces la peticionaria al Cisen, pero ahí la autoridad dijo que carecía de competencia para conocer los datos aludidos. Había que buscar en la PGR.
Cuando se hizo el mismo trámite ante la Procuraduría, en esa oficina respondieron que la información solicitada era inexistente. A propósito de este tema, la periodista Lilia Saúl publicó en La Silla Rota en el mes de abril el documento que, con tal afirmación, convierte a la Presidencia de la República en una fabricante de estadística mentirosa.
La peticionaria acudió entonces al IFAI. Esta institución finalmente reconoció el derecho de la demandante y, en voz de su presidenta, Jacqueline Peschard, este instituto instruyó la semana pasada para que la PGR entregue los números de las averiguaciones previas que se hallan detrás de los 35 mil muertos. También exigió que se den a conocer los hechos alrededor de los asesinatos referidos, así como las razones que llevaron a la autoridad a suponer que se trató de tragedias vinculadas con la delincuencia organizada.
Va a ser muy difícil a partir de ahora que la PGR declare una vez más la inexistencia de los expedientes señalados. Cabe sin embargo prever que la abogada de la nación vaya a argumentar que se trata de información reservada. Será así porque de existir tales expedientes la gran mayoría debe estar plagada de lagunas, así como de ilegalidades.
Cuanto mayor tiempo pasa, resulta más evidente que el principal error del jefe del Estado mexicano en su lucha contra las drogas, fue haber sobrevalorado tanto a la policía y al Ejército sin haber hecho prácticamente nada con la Procuraduría General de la República.
Durante esta administración, el desempeño de esta institución ha sido desastroso y Felipe Calderón nada hizo para enfrentar tal realidad. Nombró a dos procuradores cuya gestión fue un rotundo fiasco y a una tercera que, según su trayectoria, no pinta para mejor.
Ahora que nos traen tan recetado el lenguaje cristiano, huelga decir que el Presidente ha preferido las piedras del soldado David a la justicia del rey Salomón. Y es precisamente por ello que México es un país de impunidad.
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