Son vastas las conquistas de la ciencia. Políticos y salubristas, sobre todo los de los países ricos, no escatiman palabras cuando demuestran con vistosas gráficas el promedio de vida de la población. En las últimas décadas, en las naciones ricas, la esperanza de vida ha aumentado considerablemente. En la actualidad, en Europa la esperanza de vida es de 82 años (en África es de 50 años); a principios del siglo XIX la media oscilaba entre 30 y 40 años, y a principios del siglo XX la media variaba entre 50 y 60 años. Hoy las personas ricas viven muchos años.
Esperanza de vida no es sinónimo de calidad de vida. Muchos se ufanan por la primera; muchos se preocupan por la segunda: pocos viejos son felices y pocas sociedades y familias tienen espacios ad hoc para ellos. Quizás los viejos de antaño eran más felices que los actuales porque su ancianidad y su muerte llegaban primero. Cicerón, por ejemplo, reflexionaba y escribía sobre la (su) vejez cuando rondaba los sesenta.
La vejez en nuestra época no suele acompañarse de alegría. La tasa de suicidios, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud es de 19 por cada 100 mil habitantes en las personas que tienen entre 15 y 24 años; en mayores de 75 años la tasa aumenta a 56 por cada 100 mil personas. Desde la perspectiva social, la ciencia, además de aumentar la esperanza de vida, debería también ocuparse por mejorar la calidad de vida. Inquietud similar plantea la ética: abandono, soledad, marginación, aumento en la tasa de suicidio y desesperanza son constantes en algunas sociedades poco solidarias con sus ancianos. Esas malas vivencias le competen a la ética, filosofía preocupada por balancear las conquistas científicas con el bienestar humano.
Algunos eticistas consideran que el nivel de evolución –salud social e individual– de una comunidad se evalúa por la forma en que ésta trata a sus viejos. Hace algunos años fuimos testigos de la muerte de muchos ancianos en Europa como consecuencia de una epidemia
de calor. Los viejos morían deshidratados en sus departamentos como consecuencia de una epidemia
de abandono.
En la actualidad las personas mayores envejecen con celeridad, porque, para ellos, el número de oportunidades decae. El poder avasallador de la tecnología margina. Las reflexiones de Norberto Bobbio, en De senectute, son contundentes: El viejo se convierte crecientemente en quien no sabe con respecto a los jóvenes que saben, y saben, entre otras cosas, porque tienen más facilidades para el aprendizaje
.
La vejez también se multiplica porque muchas personas mayores se ciñen a los valores aprendidos durante su formación. A la mayoría les resulta difícil (o imposible) modificar su interior y acoplarse al mundo, cuya quintaescencia es cambiar primero para seguir cambiando después; quien no cambia muere un poco. Acoplar valores viejos al nuevo mundo, con el cual, además, es fácil diferir, suele ser imposible.
La soledad y la marginación pueden ser peores que la muerte. La soledad en la vejez puede ser más letal que todas las muertes. Muchas soledades hieren, asfixian, impiden la vida. Duelen las que se prolongan por mucho tiempo y laceran profundamente aquellas donde el abandono es una constante. Recuerdo las palabras de un octogenario deprimido: Me sobra demasiado tiempo. No sé qué hacer. No sé incluso si tiene sentido prolongar mis tristezas. Hay días donde todo me abruma, días llenos de niebla y dolor. Esos días parecen no tener fin. Son días llenos de soledad, saturados de silencio. En esos días aciagos todo huele mal. Incluso la ropa huele a muerte
.
La soledad no elegida apabulla. La sociedad debe retomar el asunto de la vejez. En algunas sociedades, como la oriental, suele apreciarse más la sabiduría de los viejos; en los países pobres se les abandona menos, quizás porque es natural compartir lo poco que se posee; en otras, como las de algunos grupos de esquimales, los viejos se retiran para morir solos. Esas realidades invitan a pensar. Mientras que la ciencia ha incrementado la esperanza de vida, la sociedad no ha mejorado la calidad de vida de sus viejos.
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