Un informe de la ONU desvela la explotación de un millar de mujeres: pobreza, patriarcado y violencia las llevan a ejercer la prostitución
La mayoría son vendidas por sus familiares, los primeros abusadores. Casi la mitad estaban ya casadas a los 14 años y el 60% fue violada en su primera vez
La falta de legislación en los Territorios lleva a una total impunidad de los proxenetas y las mafias
Dicen los evangelios que Jesús sanó a María, la pecadora, de siete demonios que la atormentaban. Fue allá por Magdala, una villa al pie del lago Tiberíades, hace más de 2.000 años. A una hora larga del pueblo de la Magdalena (que ahora dicen los mapas que se llama Migdal y es suelo de Israel) reside hoy Randa, 38 años, dos hijos, palestina, musulmana, prostituta. En ella aún viven sus siete demonios: pobreza, analfabetismo, violencia doméstica, abusos sexuales, trata de personas, repudio familiar, enfermedades venéreas… Por poner siete. Lo que narra da a entender que son unos cuantos más los diablos que la rondan. Su caso es uno de los que han servido de base para UN Women (la Entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de las Mujeres), cuyos expertos han redactado el primer informe sobre prostitución y sida en los Territorios Palestinos y Jerusalén Este, con unos 250 testimonios de trabajoras del sexo, proxenetas, clientes y personal sanitario. Es la radiografía de un desastre doble: el de la explotación femenina, oculta bajo patriarcados, dominación y hambre, y el de la enfermedad, desconocida, silenciada, obviada por opresores que sitúan su placer por encima de la seguridad y la dignidad de la mujer.
Según datos de las principales ONG palestinas de ayuda a la mujer, al menos un millar de ellas ejercen la prostitución de forma constante en Cisjordania, Gaza y la Jerusalén Oriental. Como explican en SAWA (All the women together today and tomorrow), “la necesidad es el mejor afrodisíaco y Palestina, con niveles de pobreza superiores al 20% en el mejor de los casos, no es una excepción”. Para ellas no hay empleo: apenas el 15,5% de las palestinas en edad de trabajar lo hacen, frente al 67% de los hombres (son datos medios; en Gaza por ejemplo el paro supera el 45%). La cifra, confirman desde el Palestinian Central Bureau os Estatistics (PCBS) están estancadas desde hace una década, así que la necesidad se convierte de nuevo en el mejor caldo de cultivo de la explotación: familias con siete miembros de media, un sueldo y bajísimo (unos 180 euros a mes), refugiados, con los movimientos limitados por la “fuerza ocupante” israelí… “Eso hace que en gran parte sean hasta las familias las que ceden a sus hijas, a sabiendas de que un desconocido las va a destrozar”, pero necesitan el puñado de billetes, indica el informe.
Es lo que le ocurrió a Randa (nombre ficticio), que tuvo que salir de su casa con 15 años, directa al burdel. Fue su padre el que decidió venderla. No sabe por cuánto. Lo hizo “por necesidad”, seis hijos y esposa que mantener con el sueldo de albañil pero no hubo dolor en su decisión. En el 36,5%, son los padres los que inician a las chicas en la prostitución, o sus propios maridos (38,1%). El cinismo de los clientes es brutal cuando, en la encuesta, más de la mitad sostienen que están convencidos de que las mujeres actúan “libremente”, que son ellas las que se organizan y se administran y deciden ejercer. Los mismos hombres que dan el primer paso en la trata de blancas, hasta de su misma sangre. Randa trabaja ahora como dependienta en una tienda cisjordana, tras salir de la prostitución hace unos tres años. Tuvo suerte: pudo escapar porque en los últimos tiempos trabajaba para un proxeneta particular, no en un prostíbulo, y su chulo murió de cáncer. No le debía nada a nadie. Nadie le reclamó cuentas de su patrón. Hizo la maleta y se fue a otra ciudad, y a otra, y a otra. Ahora se siente segura. Sus hijos son su luz diaria. Ninguno de los dos nació del cariño, sino de violaciones de clientes. Saber quiénes son los padres es imposible. Ella no los ve como una desgracia. Se apoya en ellos, hijos ilegítimos tan repudiados por la sociedad como ella misma. Dos chicos que hoy tienen sus primeras novietas, a las que respetan y cuidan. “La gente piensa que soy la viuda de un gacense, tengo mi trabajo y mis hijos estudian. Pero hay quien hace demasiadas preguntas…”, afirma, arropada por personal de la ONG que la ayudó a emprender su vida nueva.
Su caso es prototípico, casa bien con las pinceladas fundamentales del informe de la ONU: sufrió maltrato en su hogar, como el 96,3% de las prostitutas palestinas, especialmente por parte de su padre; su tío mayor intentó abusar de ella en varias ocasiones, pero siempre llegó algún testigo que le rompió los planes y sólo le hizo tocamientos -otro mal común, el de los ataques sexuales de familiares, que sufren casi ocho de cada diez prostitutas-; como el 74% de ellas, Randa no acabó ni la educación básica, dejó de ir al colegio con 11 años para ayudar a su madre a coser en casa; su entrada en el mundo de la prostitución fue claramente forzosa (como en el 64,3% de los casos). “En realidad, el porcentaje restante es de mujeres que eligen el sexo por una necesidad evidente, de ahí que, aunque sean ellas las que dan el paso, realmente tampoco son voluntarias“, matiza el estudio.
Las prostitutas de Palestina son locales en su mayoría, con las que se trafica internamente entre Qalqilia, Hebrón, Tulkarem, Belén, Ramala y Jerusalén, especialmente. Antes del bloqueo también llegaban desde Gaza. Hay excepciones, como el centenar corto de chicas del Este de Europa llegadas a Israel y llevadas luego a los Territorios. Aunque la presión social y la connotación religiosa hace del oficio un tabú absoluto, la ONU ha encontrado “pruebas claras de servicios de acompañantes, casas privadas, burdeles y pisos supuestamente familiares”; lo más común, dicen, es que las chicas ejerzan en burdeles regidos por una madame. “Una tirana que nos daba de comer pan migado en leche una vez al día”, denuncia Randa, recordando a su primera explotadora, la que fue cómplice de su padre. Para ocultarse de ojos curiosos, algunas mafias llegan a comprar casas en colonias judías de Cisjordania, en las menos vigiladas, y allí planean los encuentros. Si hay “urgencia”, los edificios abandonados o en construcción hacen el apaño.
La mayoría de las chicas son solteras o divorciadas, captadas por su círculo más próximo (familia o vecinos). El 43% de las prostitutas casadas contrajeron matrimonio cuando tenían menos de 14 años y para el 58,3%, su primera vez no fue consentida. “Son estos matrimonios bendecidos por la sociedad en los que se dan desde el principio relaciones forzadas, a lo que no ayuda el desconocimiento entre marido y mujer, las limitaciones de la edad, el desconocimiento de sus cuerpos, su dignidad y sus obligaciones, el riesgo del sometimiento…”, indican los expertos. Muchas de estas adolescentes, ya crecidas en la humillación, fueron compañeras de Randa en varios burdeles de Cisjordania. “La mayoría se prostituía porque el marido lo exigía para que le pagase sus deudas de juego o de drogas“, relata. Es un bucle casi irrompible: “Primero te maltrata tu marido, luego te ofrece a sus amigos a cambio de dinero, luego a la gente a la que le debe dinero o al traficante del que quiere droga. A veces acabas en un piso con una madame y a veces tú misma te haces drogadicta y entonces, aunque tu marido no esté o no exija, sigues en el sexo para pagar tu adicción”, añade. UN Women ha encontrado a mujeres viudas, enganchadas a la droga por sus maridos, que tras quedar solas seguían ofreciendo su cuerpo por campos de refugiados como el de Shufat. A veces se conformaban con 20 shekels (unos cuatro euros). Dinero, comida, ropa, cargas para el teléfono móvil… cualquier cosa con tal de respirar o llevar fondos a casa. “Hemos encontrado mujeres de entre 15 y 20 años que son las mayores de su hogar y así ganan para los más pequeños. Hay otras que viven en zonas como Hebrón, donde toda la industria ha sido destrozada, y son las únicas que ganan un sueldo. Las hay que tienen a sus esposos en prisión por motivos políticos y a las que nadie quiere contratar por si los soldados israelíes la buscan y causan problemas. Alguna incluso ha recurrido al sexo vendido para pagar su matrícula en la universidad, como una vía de escape para tener otras oportunidades en el mundo”, explica el informe. En la mayoría de los casos ellas no cogen el dinero y lo administran, sino por mediación de los proxenetas, así que no siempre logran tapar agujeros. Aún peor si las obligan a buscar clientes en bares y restaurantes, porque son ellas las que tienen que pagar las consumiciones. Se calcula que apenas un tercio de los servicios acaban en manos de las chicas. Se han documentado casos como el de una joven de Gaza que ofrecía sus servicios a cambio de un bocadillo. Las que se quejan, tienen como represalias las palizas o las amenazas contra sus hijos. “Son prisioneras”, resumen los expertos. Y no denuncian por el miedo a perder a sus pequeños, a sufrir abusos aún más brutales o a perder la vida.
La técnica del engaño también funciona en esta tierra: un 15% de las chicas termina ejerciendo la prostitución después de recibir papeles falsos para cruzar a Ramala o Jerusalén Este, supuestamente con el fin de trabajar como limpiadoras. Las mafias también publican ofertas de trabajo con salarios de entre 2.500 y 3.500 shekels (entre 500 y 700 euros, una buena nómina) y, cuando la chica se presenta, se le pregunta por el dinero que tiene su familia, por si está casada, si tiene enfermedades… “Si no es muy guapa o está un poco gorda se la rechaza directamente. Claramente, no buscaban ni empleadas del hogar ni secretarias ni dependientas”, como señalaban los anuncios.
El sometimiento de estas esclavas -abunda el informe- es más intenso que en otras zonas del planeta por provenir de entornos en los que la voz de la mujer no importa lo más mínimo. El patriarcado lleva a las palestinas a tener un papel secundario, a una dependencia forzosa, a la “vulnerabilidad y la explotación”. De hecho, las pocas denuncias que se cursan las ponen las europeas, informa la Policía Local de Jerusalén. A ello se suma el calvario encajado de años soportando golpes y abusos: según el PCBS, el 61,9% de las casadas sufre maltrato psicológico en la Palestina actual; un tercio, físico, y un 11%, sexual. La violencia doméstica es un asunto privado, que no se publicita ni denuncia por vergüenza o por el daño al honor, ese que se ha llevado en el último año la vida de nueve chicas, al menos en dos ocasiones, embarazadas de sus propios hermanos o padres.
El divorcio no es una opción, porque no siempre las familias abren sus puestas de vuelta a la mujer. De no tener pareja ni casa se llega a la prostitución en un breve plazo de intensa desesperación. Todo se va añadiendo hasta conformar el alma forzosamente sumisa de estas mujeres que, además, por cultura y desconocimiento, entienden el sexo como servicio absoluto al hombre, “que no es hombre para algunas de ellas si no pega y somete”. “A ello se le suman los problemas propios de la ocupación israelí, que se reflejan en los hogares y en los burdeles. Los hombres que se sienten inseguros o débiles pueden elegir la violencia para ejercer control sobre sus familias, para recuperar la sensación de poder. Si eres humillado en un checkpoint, es posible que luego vayas a casa a golpear a tu mujer y aún más a una prostituta, a la que tratan con total impunidad”, señala el estudio.
Palestina, relativamente autónoma y, como mínimo, a unos meses de ser independiente, no tiene leyes que penalicen estos comportamientos, con lo que nunca se corrigen los vicios. Hay algunos restos de normativas de Egipto y Jordania, las potencias que controlaban algunos territorios antes de la guerra de 1967, y en Jerusalén Este se aplican las leyes de Israel, pero las dudas ante qué texto es válido hacen que, al final, todo quede en papel mojado. Varias leyes están ya revisándose (malos tratos, crímenes de honor, divorcio…) pero la rémora sigue: por ejemplo, en los casos de violación, se distingue entre víctimas vírgenes y no vírgenes, y si el delito es sobre las segundas, la pena es mínima (dos meses a dos años de cárcel); no hay condena ni multa si el violador accede a casarse con su víctima y tampoco existen referencias legales a las violaciones dentro del matrimonio, como indica la legislación jordana de 1960. Por tener un burdel caen seis meses de prisión, y entre seis meses y dos años es la pena para los proxenetas, aunque la condena media nunca excede el año. Es muy barato explotar a la mujer. En el caso puro de la prostitución, las leyes no la vinculan al tráfico de seres humanos, por lo que nunca se investiga esa otra “esfera delictiva indisociable”. Como si meter en un camión a una adolescente de Jenín y mandarla con una visa falsa al barrio de At Tur (Jerusalén Este) no fuera mercadeo puro.
La Policía no es de gran ayuda: faltan medios y formación y sensibilidad, denuncian los autores del estudio. El 94,1% de las meretrices no cree que los agentes las defendieran si los necesitaran. Se han dado casos de chicas que han buscado su protección y, a la hora, han sido sacadas a rastras de la comisaría por “un centenar” de familiares, clamando venganza contra la puta que está horadando su honor. Puede que hasta sean los mismos que la iniciaron en el oficio y la violaron de niña. “Lo más doloroso es ver cómo la mujer pierde totalmente su capacidad de tomar decisiones, se controla su vestir y se le dice cómo buscar un compañero, necesitan de un hombre para abrir una cuenta en el banco, y luego son explotadas sin consecuencia legal alguna. El miedo a la reputación, las normas sociales, las tradiciones, la manera de entender el sexo y la violencia callada alimentan ese caldo de cultivo de sufrimiento”, concluye el documento. Las que están bajo legislación israelí no lo tienen mejor, unas porque están en Jerusalén Este de forma irregular, otras porque por motivos políticos temen acudir a los agentes “enemigos”. El resultado es el mismo: la indefensión absoluta. Varios médicos confiesan a la ONU que han intentado ayudar a estas mujeres y se han encontrado respuestas del tipo: “No es asunto tuyo. Sólo eres un doctor. No metas la nariz donde no te llaman”. Quien recibió semejante frenazo acababa de atender a una niña de nueve años a la que violaban varios familiares y que estaba “a disposición” de quien la quisiera, previo pago.
El informe cuenta con testimonios de clientes que, sin ambages, justifican la explotación sexual de las mujeres. “Nuestra sociedad es cerrada y si no estás casado no hay manera de lograr sexo de otra forma”. “Voy por deseo o por encontrar más variedad sexual”. “Sabemos de madames a las que llamas y te mandan a una niña a casa cuando quieras”. “Son una buena manera de iniciarnos en el sexo”. “Hacen lo que tienen que hacer porque les decimos que lo hagan”. La mayoría de los clientes son casados (58%) o solteros que no “aguantan” la espera hasta la boda (32,8%). Hay taxistas, comerciantes, abogados, maestros y hasta algún extranjero de los muchos que se mueven por los Territorios. Cada vez más, añade la ONU, entran en esta cadena inhumana los adolescentes. En Palestina existe la figura del teacher, el profesor, un hombre que se lleva a cuadrillas enteras de chavales a tomar alcohol y drogas y, luego, a “visitar a las prostitutas”.
La prepotencia de los clientes y la desinformación son los causantes de la falta de protección con que esas prostitutas se enfrentan al sida. Según UN Women, el limitado acceso a folletos, consejos, terapia y demás orientación sanitaria les impide elegir entre su seguridad y las órdenes del explotador. No pueden negociar. No es sólo cuestión de voluntad, es que muchas no saben qué es el sida ni cómo se contagia: el 39% de ellas reconoce que no conoce sus riesgos, frente al 1,6% de los clientes. Ellos sí saben, pero lo afrontan desde la superioridad (“Esto no puede pasarme a mí”): el 81,2 de los hombres cree que ellos no son vulnerables al VIH; ellas, cuando conocen y comprenden, confiesan que sí se ven absolutamente expuestas (78%). “No hay sida en Oriente Medio, los condones reducen el placer y además aquí nuestro ambiente es sano. Yo lo hago con chicas jóvenes y limpias, seguro que no tienen el sida”. Con frases como estas, el 64% de los clientes se niegan a ponerse un preservativo. Es lo que dicen las muchachas. Ellos lo niegan, sólo un 14% confiesa que no lo usa nunca. El porcentaje puede ser aún mayor, sospechan los expertos, porque en no pocas ocasiones las jóvenes son usadas después de haber sido narcotizadas. “No saben bien lo que les hacen”. Los hombres no usan el condón, medio profiláctico básico para prevenir el contagio del VIH, porque “sienten menos placer”, “es más natural sin él”, “cuestan mucho dinero”, “causan infertilidad” o, sencillamente, porque no quieren. El riesgo aumenta así por los fluidos y por posibilidad de intercambios de sangre, ante las heridas que pueden infringirse a las mujeres durante estas sesiones de sexo brutal. Las chicas que además consumen drogas sostienen que el intercambio de jeringuillas está a la orden del día en los locales de alterne.
El Ministerio de Salud de la Autoridad Nacional Palestina tiene registrados desde 1986 unos 19 casos de VIH asintomático (portadores) y 47 de sida desarrollado, la mayoría de hombres jóvenes contagiados por relaciones heterosexuales. La OMS sostiene que esta estadística es muy cuestionable; también a la salud llega el desorden de una administración a medio hacer. En todo el Medio Oriente y norte de África la epidemia está creciendo de forma constante, pasando de 200.000 casos en 2001 a 310.000 en 2008. En todo el mundo se calcula que hay 33 millones de personas con VIH. Las prostitutas, al estar más expuestas (malas prácticas, violencia, cambio de pareja) debería tener más celo en su prevención, pero no es el caso: sólo el 18,5% de las mujeres se han hecho la prueba alguna vez, frente al 81,5% que nunca lo ha hecho. Desconocen absolutamente que, si van a un centro de salud, tienen derecho a que se haga el test con absoluta confidencialidad. Le tienen más miedo a la publicidad que a la enfermedad en sí.
Randa confirma lo que narran las cifras de la ONU. Llegó a estar sometida a nueve hombres una noche. A duras penas recuerda que usara preservativos, y siempre que lo hizo fue por exigencia de la patrona del club, no porque su voluntad fuera escuchada. Sólo se hizo una prueba del sida en 21 años, a exigencia de un empresario alemán que se encaprichó con ella y fue su cliente estable durante un tiempo. Estuvo sin trabajar diez días después de que un cliente la violara repetidamente y la golpeara con una porra de goma. A veces dejaba a sus hijos en el burdel porque no tenía ni amigos ni dinero para garantizar sus cuidados. Aún se recupera de la gonorrea que le ha provocado graves hemorragias. Hizo de madre de unas prostitutas más jóvenes para simular que iban de compras con permiso a Jerusalén. Aquellas muchachas se quedaron en la capital de forma clandestina y nunca más supo de ellas. La expulsaron de un prostíbulo por negarse a reclutar niñas (“No iba a hacer con ellas lo que hicieron conmigo”) y uno de los socios se la quedó para llevarla escondida en un coche a un pueblo pequeño, donde la dejó viviendo a las afueras, en el campo, una zona inaccesible rodeada de un huerto minúsculo y un pozo, donde cada noche le acercaban los clientes y algo de comida, para que nadie la viera ni supiera de ella. Mucho dolor hasta que la muerte de su último patrono la liberó. Su testimonio, hilado más por los voluntarios que por ella misma, es cortante y descarnado. Es el resultado de las manos que la han golpeado, la fuerza que la ha sometido, el dolor que la ha hundido. Ahora intenta mirar al futuro con sus hijos y su empleo. Humilde y simple deseo de supervivencia en paz. Es lo que desea para sus antiguas compañeras y para los 4,5 millones de mujeres que hoy ejercen la prostitución en el mundo.
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